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jueves, 31 de mayo de 2012

Catedral del tacto


    
    Hay un relato portentoso de Raymond Carver –autor hoy idolatrado, cuyos relatos, de un estilo estreñido,  suelen más bien dejarme frío, con la excepción de éste, “Catedral”,  al que sin duda elegiría entre los diez mejores de cuantos uno haya leído- que ilustra como pocos el extraordinario universo propio que puede por sí mismo inaugurar el sentido del tacto.
   Gira en un momento dado el relato alrededor de los absurdos celos que, sin él siquiera reconocérselo, carcomen a su tosco protagonista acerca de un antiguo amigo de su mujer, que viene a visitarlos. Este amigo es ciego. ¿Celos de un ciego? ¿No suena a algo perfectamente absurdo? Trata el zafio protagonista durante toda la velada, de forma consciente e inconsciente, de mortificar y dejar en evidencia al ciego. Sólo revela de esta manera su pobreza de espíritu y el complejo de inferioridad y la rastrera envidia que le corroen ante el amigo de su mujer, y la sospecha de que ésta quizás, sin reconocérselo ella tampoco, estuvo muy enamorada del ciego.
    
   El desencadenante de todo este infierno no revelado de celos arranca de una confesión que, acerca de un hecho que con su amigo ciego le ocurriera, ella le hace al patán.  Resulta que ella había trabajado para el ciego, como asistente en su despacho. Saboreemos ahora como el talento genial de Carver, por boca del protagonista, nos lo cuenta:
   “Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, por la nariz, incluso por el cuello. Ella nunca lo olvidó. Intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
   Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en esos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.”
    
   ¿Absurdos entonces esos celos? En modo alguno, incluso aplastantemente lógicos, creo, pues la hermosa escena recreada, su desbordante sensualidad, pese a tratarse de simples dedos en punta acariciando los contornos de un rostro, posee un potencial afectivo e imaginativo mil veces mayor que las contorsionistas y rastreras cópulas con que sin venir casi a cuento quieren atraparnos la atención las más infames películas hoy. 


Post/post: gracias a Jose Antonio, a Alijodos, a Alp, a Juante, a Mónica, a Kayla por dejarme poemas, ideas, el tacto de su escrituta, bloggeando ayer a mi lado, mejorando este blog así, GRACIAS.
 

4 comentarios:

MAMUMA dijo...

José Antonio, hoy he aprebdido algo más.
Saludos.

xad dijo...

Las películas de hoy aburren con tanto sexo, escenas que no vienen a cuento con su trama. Tal vez sea para disimular lo malas que son. Resultarían más interesantes si lo dejaran a la imaginación.
Es mi opinión, claro está, pues para gustos están los colores. Voy a ver si encuentro ese libro por la red.
Saludos.

Belkys Pulido dijo...

Jose, poner los ojos en la punta de los dedos, quizás así se deba reconocer a un hombre, a una mujer. Acabo de ver Shame, te la recomiendo, cuando el cuerpo se llena de deseo y los ojos de los dedos nada ven, la carne entonces asfixia y posee todo de nada. En este filme verás mucho de lo que no quieres ver, pero ¿somos de una sola pieza?

NVBallesteros dijo...

Creo que el sentido del tacto es una delicia...

Besos