Expresa muy bien, creo, Operación
Triunfo, la condición ya más gaseosa que líquida de las sociedades
presentes. Incluso desde el propio nombre de la cosa, este par de
sustantivos conectados que revela una suerte de terminología militar en la que
sobre todo importara el fin, que no es otro que el Triunfo -así de nítidamente inscrito desde el principio-, ese
becerro de píxeles ganadores que tanto se adora y al que todo se supedita.
Sería inimaginable hoy una Operación Fracaso, ¿verdad?, por más
que en otros tiempos los perdedores, los fracasati, atraían sobre sí, en tanto
que cuestionadores de los cánones dominantes, un aura de pureza y prestigio
moral que a los triunfadores, por mucho que ganaran y ganaran y volvieran a
ganar, estaba vedada.
Operación Triunfo significa
también esa negación, tan cara a los tiempos posmodernos, de la perspectiva y del criterio como bases
sólidas desde las que valorar la realidad y el arte. En tres meses, unos
adolescentes talentosos –esa casi angustiosa advocación hacia la juventud,
elemento imprescindible, en el contexto de unas sociedades muy envejecidas-,
sin carrera previa, en supersónica fusión y fisión de sus personas, pasarán de la Nada al Todo, del más gris
anonimato a la Celebridad más bestial, acaso esto nunca mejor dicho. Así de
azarosa es la vida de todos en tantos órdenes ahora, cierto es. Desaparece pues
la idea del Tiempo, de la paciencia, de ese paulatino hacerse al contacto con
la vida, de la propia noción de carrera
profesional como una progresiva subida de peldaños en cuyo itinerario iba
mejorándose el artista, en pro de una atronadora implosión de
la que a menudo sale una criatura por completo diferente a la que hace sólo
unos meses entró. Ese explosivo transcurso lleva implícito, claro, la total confusión de roles: tal es la potencia
cegadora del espectáculo televisivo que a menudo comparecen en él reconocidos artistas, con verdadera trayectoria
a las espaldas, es decir, con éxitos y fracasos sobre sí, para rendir homenaje
a la verdadera
condición de artistazos de los neófitos, amalgamados así todos con
todos.
En fin, al basarse sobre todo en versiones de temas ya existentes, se manifiesta asimismo en OT la pérdida de valor de la propia autoría de la obra. En tanto
que apabullante espectáculo televisivo, inscrito en las amarillistas pautas del
hegemónico reality, cruje también en OT
ese extremo narcisismo banal tan del gusto hoy, en virtud del que resultan
más decisivas –para el Triunfo- las morbosas monerías auto-referenciales del
artista que su obra misma. Ojalá el diabólico entramado hipergaseoso que rodea
OT no consiga destrozar la condición
artística que en alguno de estos concursantes apunta como una prometedora
verdad… en ciernes.
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