En la película Frankestein (1931)
pone su director, James Whale, en boca de Mary Shelley, la autora del célebre
relato de mismo nombre, ante el asombro de Byron porque “una cabeza tan bella
ideara Frankestein”, estas palabras a modo de justificación fundacional de su
obra:
“El público necesita algo más fuerte que historias de amor… ¿Por qué no
escribir sobre monstruos?... Quise escribir una lección moral sobre el castigo
que recibiría el mortal que se atreviese a imitar a Dios”.
Se publicó “Frankestein” en 1818 y de alguna manera abrió, en la senda
ya marcada por el Romanticismo con su gusto por lo misterioso, la espita de la
posterior fascinación de los creadores por las criaturas y las tramas
aberrantes. Si como sabemos, el sueño de la Razón produciría monstruos, el
sueño del Sentimiento (materia viva y prima del Romanticismo) alumbraría no
menores ni menos repulsivos engendros, como desde entonces hasta hoy la
trayectoria dominante en cine y literatura más que prueba.
Es más, desvinculándose por completo de la finalidad moralizante que Mary Shelley apuntaba para su relato,
incluso llevándolo hasta su lado antitético, una buena legión de creadores,
realimentados por un público del que en efecto diríase que necesitaba (al modo de los afectados por una adicción)
algo más fuerte que historias de amor, han gozosamente sucumbido a la ya
arquetópica seducción del Mal, mágica etiqueta en virtud de la cual producen
los malotes mucho más morbo y atracción que los aburridos y, a más de bobos,
antieróticos buenos. Se entiende así de sobra, en el contexto actual añadido de
las Sociedades de la Telebasura, la
indiscutible glorificación del psicópata que en la casi totalidad de
producciones culturales observamos. ¿Tiene ello algún efecto sobre el entramado
moral colectivo? Sospechamos que sí, desde luego, y muy tóxico, pero no es éste
lugar para perdernos ahora en desentrañar semejante mondongo.
Contentémonos en conjeturar aquí por ahora los benéficos efectos que
sobre las conscientes e inconscientes psiques ciudadanas se derivarían de
derramar, aunque sólo fuera para compensar tanta mugre ambiente, simplemente
eso, historias de amor, al modo de
aquellos inolvidables músicos de la excelente novela de Oscar Hijuelos que de esa preciosa guisa se presentaban: los Reyes
del mambo tocan canciones de amor. Quizás, en medio de las desalmadas
sociedades postmodernas, más que nunca convenga reivindicar, es decir, reflejar
y proponer en las obras, el inmemorial argumento del Amor, la excelencia de los
nobles sentimientos. De vuelta de tantos regüeldos tarantinos, le diríamos en el Tiempo así a Mary Shelley:
Las personas necesitan algo más elevado que historias de horror… ¿Por
qué no escribir sobre enamorados?... Quise escribir un revulsivo moral sobre el
bálsamo que recibiría el ciudadano que se aventurase hoy a leer de Amor”.
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