Es que la idea, ya la imagen sola de los niños/as, arrebatados de
ilusión, sentados –silla y mesa, recta la espalda y suelta la imaginación- a ESCRIBIR
de su mano una carta es en sí cosa
bien preciosa. Más aún en estos tiempos bárbaros, en los que sobre todo les
rodean tuits, chats, porno omninvasor, apabullantes juegos de ordenador y
videos virales en su smartphones. La CARTA
presupone de entrada una distancia entre la realidad y el deseo, ese transcurso
aún no saciado, esa espera alborozada que precisamente llena de sentido y colma
y reboza de emoción al regalo, pues lo inmediato suena a gratuito, se agota
enseguida e imposibilita la riqueza de su anticipada ideación fantástica en la
intimidad del infantil elucubrar, y pierde así su valor. Una carta además no es
un exabrupto o una simple ocurrencia, características propias de lo infantil
que ahora –regresión cultural- se contagian a los mayores, al “homo
gañanis” reinante hoy. Al contrario, una CARTA es un producto abstracto, hecho con palabras, complejo, propio de adultos, y su elaboración es una
aventura psíquica –el niño ha de demostrarse ser capaz de hacer algo valioso
para alcanzar más tarde una meta que le ilusiona-, a través de la que proyecta
y propicia su propia maduración personal. Es un texto razonado, con argumentos
trabado, en el que el infante ha de presentarse primero –por tanto, autointerrogarse-, de
alguna manera justificar luego con
su buen hacer de todo el año el título del merecimiento que en él recae, y por
último exponer la esperanza y el anhelo
de los concretos regalos que a unos Magos implora. Y entonces sí, voilá, hágase la magia que
lleva implícito el regalo, sea o no el mismo que el niño pidió. Una magia antes
trabajada,
pues. ¿Acaso no se “trabajan” los magos circenses sus números para que al final
y de golpe su magia estalle y a todos deslumbre? Ojalá todos los niños/as tuvieran
necesariamente que ESCRIBIR una
Carta para poder recibir luego sus regalos. Y que la de los más mayores de
ellos les ocupara al menos tres folios.
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