Escribíamos ayer… de la
Metamorfosis de Amaia, de esa formidable mutación que en ella se opera, ni
siquiera en el escenario, al sólo entrar en contacto con la Música, como si fuera ésta un mágico bebedizo que de golpe
transforma a una joven apocada en toda una Deidad Hechizante. Recordé, al
escribir de Amaia, un caso idéntico,
bien que mucho menos glamouroso, que de primera mano conozco: músico también,
organista y cantor asimismo, su nombre es Pedro,
Pedro Bajo. Más Metamorfosis en él si cabe, pues, alejado de la música, Pedro es soso hasta decir basta, cuarentón poco agraciado, cargado de espaldas,
desastrado en el vestir, en fin, un tartamudeo congénito mortifica lo indecible
su existencia. Pero a-migo, es enchufar los bafles, embutirse en uno de esos
trajes horteras de solapas anchotas y colorones intolerables, aferrarse a los
teclados y empezar a darle y darle a las canciones –al tocar en bodorrios y
fiestas de pueblos, por fuerza ha de adaptarse él bien, so pena de acabar en el
pilón, a muy diversas y exigentes tesituras-, y del todo erguírsele de pronto la Figura -es de verse-, hasta componer una Presencia
centelleante que desprende magnetismo y seducción por todos los poros de la
piel, como demuestran los ojitos admirativos de no pocas admiradoras que a su
vera entonces se concentran. ¡Por completo cuando así canta y toca –o presenta
el siguiente tema- la tartamudez le desaparece! ¡Prolonga el fraseo de las
letras como un consumado experto entonces! La música, su buen trato con la
misma, como por milagro convierte a una suerte de jorobado tartajilla de
Leganés en un Prince de segunda, Prince al fin y al cabo. Disfruta Pedro esos momentos como nadie, claro.
Son su Vida. Se gana malamente así la vida. Cuando acaba su función, sudoroso y
en loor de multitudes, como si apurara el trance, quizás también para que nadie
quede ya por allí, se demora mucho en salir del camerino. Es doloroso entonces,
con la imagen aún viva en la retina de su indiscutible Esplendor, verlo normal
de nuevo, reducido de nuevo -uno más como los demás- a su borrosa estampa
encorvada, a su trabucarse con las palabras más habituales. Bueno, Pedro no es joven, ni tiene el mundo y
el futuro a sus pies, y lo suyo es más bien una Operación Fracaso, pero
yo le tengo ley. Admiro también en él lo que, a pesar de tantísima distancia,
con Amaia comparte: ambos tienen un Don.
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