Perdóname, Otoño, estación favorita mía, si no he sido capaz de darte la bienvenida que mereces. Ya sé que no te gusta tampoco a ti plantarte y trompetearle a la gente tu incursión, que sólo le hablas tú despacio y al oído a quien quiera y sepa escuchar tu murmullo, a quien quiera y sepa admirar tu insinuación. Eres, Otoño, muy poco post-moderno tú. Verás, pude esta mañana caminar un rato a mis anchas por el parque de mi barrio y de nuevo te encontré, dulce Otoño. Reinabas sobre un viento tibio que traía consigo la promesa de la lluvia contra el rostro y que movía a las mujeres a abrazarse a sí mismas, a estrecharte en realidad junto a su seno. Qué hermoso estaba todo bajo la sombra de tu compás inicial, la alegoría de una decadencia detenida en el crítico punto de su belleza. Qué alegría el descubrir de nuevo que permanece en ti intacta, como nueva, la melodía de la seducción que para mí te envuelve. Una belleza frágil, sí, que cada año retorna, que con el Tiempo no caduca, por más que se construya sobre la estela misma de la caducidad del verano. Aleteas, Otoño, en las ramas peladas y altas de los árboles, en sus cortezas cuarteadas, vives en los bosques y en los parques, desciendes a ellos desde el cielo azul vertiginoso para investirlos de tus ropajes ocres, para alfombrarlos de las anchas hojas que son tu divisa y quizás tus mismas manos amarillentas. Susurran las hojas al descender suavemente desde los árboles, como balanceándose al compás de una música sinfónica que te fuera propia y solo tuya, Otoño, como si fuera el susurro el dialecto que tú hablas y al que a todos nos invitas, tras el vocinglero verano. Invitas al paseo en paz, invitas a la contemplación y al sosiego, nos convocas como cada año al espectáculo callado de la mano del oro viejo que le das a todo. Haces de la Naturaleza, Otoño, un libro amarilleado por los ecos del verano y por los dedos del Tiempo en sus bordes que es una delicia contemplar. A tus pies, Otoño mío. Vas siempre conmigo.
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