Libro de las agridulzuras, decimos, porque así, agridulce, nos parece el precipitado básico de la vida y de su experiencia, su más radical divisa, ese su sabor entremezclado el esencial, coherente y contrapuesto a la misma vez -¿no viene acaso la rosa entallada entre espinas, no le sigue a la vida siempre la muerte?-, pues tanto nos maravillan el mundo y sus personas como nos amargan, tanto nos enardecen como nos deprimen sus hazañas y sus horrores. Es la sombra de ese arco cuya flecha va del “de cuantas maravillas pueblan el mundo, la mayor, el hombre”, de la Antígona de Sófocles al “el infierno son los otros” de la náusea sartriana. Nos faltan ya, claro, el ingenuo candor de Forrest Gump (y de su madre), para entrever la vida como una caja de bombones en la que no sabes cuál te va a tocar, a no ser que incluyamos también ahí esos chocolates con muy amargo líquido en su interior, y aquellos otros con fatal veneno que de sobra sabes que siempre a todos nos han de tocar… camino de esa otra caja. Nos falta también la ingenuidad calculada de Begnini para concluir que la vida es bella y nada más que bella. Con todo, fíjate que decimos AGRIDULZURAS, y no “dulzagrieces”, que también cupiera, como si así, a pesar de la indisoluble fusión de la mezcla paradójica, precisamente quisiéramos extender y prolongar lo que de dulce y eufónico la vida contiene, quedarnos con lo mejor de ella. Decía Pessoa que “a mis ojos la vida es dura y triste, con sueños deliciosos de por medio”. Sólo que, escribiéndola como él lo hizo, nos la hizo más deliciosa a los demás, y a esa misma ilusión nos aferramos, por qué no.
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