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martes, 11 de diciembre de 2012

¡Habían desaparecido los libros!


     
      No, no podía ser. Pero lo era. Ya lo creo que lo era. Ni una sola de las más de cincuenta personas que podía yo desde mi posición avistar llevaba entre sus manos un libro. Ni siquiera los periódicos gratuitos, que acaso por mor de la crisis hayan también desaparecido, se veían. Alea jacta est, sin venir a cuento, como si excretara una maldición, fue lo que por dentro me brotó. En cuanto superé el apipón –yo, que iba a mercarle a un amigo el mío libro- resolví fijarme un poco más.
    El caso es que la inmensa mayoría de aquellas personas llevaban la atención abismada en algo que entre las manos portaban. El que muchos llevaran además en los oídos dispuestos unos pequeños auriculares, que los cables vinculaban a lo que entre las manos manejaran, aún más a cada uno sobre sí  mismo lo encapsulaba, como trágicos augures que examinaran en su exclusiva burbuja los despojos de algo. Los de los libros debían ser, claro.
      
     Miraban sus dispositivos móviles, debían ir leyéndolos, o escaneándolos con las miradas, mejor dicho, pues pasaban y pasaban con los dedos pantallitas a buena velocidad, al tiempo que debían ir escuchando sus músicas favoritas, ajenos del todo cada uno al que llevaban al lado. Todo lo más un súbito fisgoteo a la pantallita vecina que en ese mismo parpadeo concluía. Era algo bien extraño, desde luego, el ver en un espacio público tan confinadas aquellas individualidades, diríase que cada una en un particular limbo, que para nada era el del convoy que nos trasladaba.
      Han desaparecido los libros, me dije, con pesadumbre apocalíptica que resultaba a la vez allí un poco penosa. Dirán que leen, pero eso es otra cosa. Que lo llamen como les de la gana, que para eso son mayoría, pero a mí no me la dan. Me acordé, claro, de Farenheit 451, el libro de Bradbury que Truffaut pusiera en imágenes. Es que yo, joder, iba precisamente esa noche a venderle mi libro a un amigo a quien no veía desde hace cinco años.   
     
     Entonces, como en un rapto de locura genial, lamenté no tener allí mismo una caja llena de ejemplares de mi Bobo con ínfulas y repartirlos entre todas aquellas gentes y, como los músicos del metro, sí, romper aquel silencio, inaugurar una más grande esfera que a todos al momento englobara, y ponerme a declamar a voces las primeras páginas del mismo (“Mi problema es que no tengo sentido del humor, eso es lo que me pasa. El humor, ya se sabe, esa disposición superior del ánimo…”) que de memoria yo me sé, igual que los hombres-libro de Farenheit 451, que huyeron a los bosques para preservar el sagrado recuerdo de los libros, y aprendieron de memoria Uno entero cada uno de ellos, para salvarlos así incluso si el Poder conseguía quemar todos los libros: Yo soy Anna Karenina, Yo soy David Copperfield… yo soy el Bobo con ínfulas, vale, y pasar luego allí la gorra y largarme después con viento fresco, tras rendir tributo a las mejores reminiscencias de los libros/libros.
      Ni los tenía allí, ni de haberlos tenido me hubiera atrevido a hacer nada, pensé después, cuando me bajó aquella rara fiebre. Me falta valor para hacer cosas así. Es lo más seguro además que la inmensa mayoría en aquel convoy ni se hubiera inmutado con mi numerito librero. Andamos tan hartos todos de todo. Bueno, que… que habían desaparecido allí los libros, al menos los libros como objeto clásico, todos… menos el que yo llevaba dentro de la bolsa de plástico rojo, el mismo que en un rato le iba a vender a mi amigo. Vae victis, yes...
CONTINUARÁ MAÑANA




LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)

8 comentarios:

José Antonio del Pozo dijo...

Gracias a Norma, a Chela, a CLAVE, a aspirante, a Napo, a Helio, a BEGO, a MAMUMA, a Winnie0, a Mónica por dejarme aquí sus propios relatos y comentarios, que así redondean el texto, por bloggear a mi lado ayer, GRACIAS

MTeresa dijo...

Qué pena
yo comparto contigo
la angustia vital por la ausencia
de lectores sumergidos
en el océano del libro real.
Navegamos en mares virtuales,
está bien aprovechar las técnicas
que la ciencia pone a nuestro alcance
pero
perder
olvidar
ningunear
¡los libros!
es un sacrilegio
la tristeza me impregna,
pero quedamos fieles lectores.
Un abrazo

Lectora dijo...

Muy cierto, pero mira en el metro aún se entiende, lo alarmante es ver grupos de amigos sentados en la mesa de un bar haciendo justo eso que dices, a familias esperando en la consulta del médico haciendo exactamente eso, la gente ya ni siquiera se habla, y no es que una sea muy habladora que digamos pero ostras así como va una a poder escuchar conversaciones ajenas...qué pasa Galdós también lo hacía.

Monica dijo...

No es cierto, yo veo libros en el metro, gente leyendo su book o llevando una bolsita para trasladar en exclusiva su libro gordo que no puede ponerse en el bolso.La gente de metro lee. El encuentro que presenció usted los pasados días fue casualidad.Mañana haré un porcentaje de la personas que van leyendo en el metro.Saludos

Anónimo dijo...

me gusta leer HORMIAS

Juan Carlos dijo...

En este país siempre se ha leído poco aunque muchos compraran los libros por metros lineales para tapar una pared. El ebook es otra forma de libro pero no creo que haya aumentado el índice de lectura. El que si ha aumentado es el de lerdismo, qué se le va a hacer.
Salu2

Inmaculada Moreno dijo...

Es verdad, qué triste.

Chela dijo...

Comentario.
¡Que ingenua haber pensado que algunas personas irían leyendo en el metro! Al menos mis viejos recuerdos del metro de Madrid incluyen lectores, no solo de periódicos sino de novelas de bolsillo, principalmente en los horarios de tarde. Olvidé que en mis frecuentes trayectos de tren (de veinticinco minutos), entre Coruña y Santiago, lo que abunda entre los pasajeros son los mini ordenadores, los móviles, y la serie de los “I”: Ipad, Ipod, Itunes y ¡que se yo! ¡Pero ni un libro! ¿Y yo? Con una libretita me entretengo haciendo kaikus, jajaja…
Me hubiera encantado que vivieses, en un "arranque", la experiencia de repartir libros en el metro o en un autobús. Aún estas a tiempo para las Navidades. Sería como repartir abrazos, aunque más costoso para ti, y para los pasajeros, posiblemente una nota de ilusión para compensar la pesadumbre que nos invade.

Seguiré leyendo.Un cordial saludo.