Pasé la otra tarde a tomarme un coffee en un bareto del barrio, aquí, en mis alcorcones. Noté que tras la barra,
Iñaki, el dueño, cincuentón, regordete
y formal, a quien de vista conozco, tenía mala y buena cara a la vez, algo
extraño, yes. “¿Qué tal, Jefe, cómo vamos?”,
esta vez le interrogué yo a él. Resopló. “Bien
y mal, esto es la ostia”, me dijo rascándose el cogote además. “¿Y eso?”. Me hizo una pausa nada teatral… Pasó la
bayeta gris sobre el mostrador ya antes bien limpio, reluciente de agua ahora. “Cómo es la gente, joder… Nada, que no puedo
aguantar ya más, al final tengo que cerrar esto, he perdido clientela, no cubro
gastos, no puedo más…”. “Joder, pues estamos
bien, qué mierda”, le apunté entristecido de veras. “Lo más acojonante es que cuando me ven por la calle, que ando ahora
arreglando los papeles, esa misma gente que antes eran clientes míos, me paran
y les cuento, y es que casi te dan el pésame… y les ves encima que un poco
sádicamente, como que quieren sonsacarte pormenores, sabes, y que les cuentes y
enterarse, y así poder pasarte ellos desde arriba bien el brazo por el lomo, no
sé si me entiendes…”. “Yo sí te
entiendo, Jefe”, le dije, y era cierto, conocía muy bien esa doblez en muchas
personas, ese secreto disfrute disfrazado de conmiseración, aunque no sabía bien qué más decirle a Iñaki. Pero él, dale que te pego con un
paño blanco ahora a la barra relimpia, seguía hablándome, “… Así es que al quinto que me paró, en parte como una manera de
autodefenderme, joder, le dije, pues sí, chapo el local, bueno, es que… tenemos otros proyectos, estamos
mirando otras cosas, eso es, en
plural, como si fuéramos un grupo multinacional, tirándome el pisto, como si no
anduviera uno más solo que la luna, sin ponerles cara de mustio, así –en este
punto Iñaki metió tripa y se me
estiró como un maitre de los Campos
Elíseos primero y arrojó después el trapo contra el fregadero, y por sorpresa
desenvolvió entonces allí su dentadura desigual y su cara descompuesta por una
carcajada bien estrepitosa- … lo puedes
creer, se queda así toda esta peña ingrata más intrigada, como más a la
defensiva, sin regalarme la vida, a mi mismo nivel… eso, es que… tenemos otros proyectos digo ya siempre con voz y pose firmes ahora,
y lo mejor, ¿quieres creer, tío, que yo
mismo me lo creo y que voy por dentro sintiéndome más positivo?, es apelotante,
tío, cómo es la gente”. “Es la leche,
Iñaki, es verdad, yo sí te creo,
eres un crack, pero… ¿es verdad lo de que tienes otros proyectos, no?, no
sé si innecesariamente añadí, que se me escapó. Retomó él el paño. Volvió a su
maniático afán de limpiar la barra, ya mate. “Algo habrá que hacer, claro”, me dijo en do menor, mirándose la
punta de los zapatos negros. Pagué. “Pues
dónde quiera que tú vayas, avísame...”, acaso un puntito pasado de melodrama le precisé
yo entonces. “… porque tu café es la caña,
tío”. Y puerta. Y me fui ya a lo mío, que en la calle, ¿sabes?, hacía frío
y el café de Iñaki me vino de lujo. Me dejaba en toda la boca un regusto rico rico: amargo, fuerte, perseverante.
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