Sales de casa, temprano en la mañana primaveral. Medio adormilado aún por la rutina. Primer semáforo. En rojo. Vista a la izquierda, hacia el punto de fuga que ofrecen los restos de un descampe. Una torre del tendido eléctrico a medias de oxidar entre la hierba verde silvestre y desigual y… ¡sorpresa!, estas ayer no estaban! O yo no las vi. Estiradas, flamantes, muy pizpiretas. Media docena de amapolas, mecidas por la brisa matinal, como si le chistaran ellas con los labios muy pintados al que pasa. ¡Eh, tú, que estamos aquí! Como si la corriente del tendido hiciese más flamante el estallido de su rubor. En el seno de su cáliz vuelcan ellas la luz hasta volverla púrpura. Las amapolas, su alarde por transfigurar el vertedero, por trascender la maleza, desentumecen y alzan la mañana carmesí. Semáforo verde. Amapolas, vais ya conmigo… al vertedero del libro, a engalanarlo también. (PÁG 160 de mis 111 ROSAS).
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