¿Te das cuenta cómo, poco a poco, se estiran los días y las horas de luz van imponiéndose a las de tinieblas? Es como si los cielos fueran por momento zafándose de unos lóbregos chambergos que con el invierno les hubieran caído encima, y a cada día pudieran mostrarnos un trocito más de su canesú… y de la promesa de plenitud que tras el mismo se apunta. El astro rey no parece ya a lo más un gélido convidado de piedra allá en lo alto, y comienza a enviarnos sus guiños calentitos a la piel, los preludios de su cálida caricia. Las aves, los perros, las plantas empiezan a sacudirse el frío corsé hibernador a que la invernal invasión –las lanzas del frío- les aherrojó. En la entera Naturaleza germina ya el cántico en pálpito de su liberación. ¿Acaso no notas tú mismo cómo el corazón se te acelera en sus impulsos, medio frotándose las manos ante lo que viene, ante la alegría incontrolable que consigo trae la luz? Elevemos, por eso, a menudo estos días nuestros ojos hacia lo alto y celeste, hagámonos cómplices de los cielos en su titánica porfía por, palmo a palmo, ganarle la partida a las fuerzas de la oscuridad, y que consigan de una vez abrir así para nosotros más copioso el compás de su horizonte de luz… y que poco a poco vaya descendiendo y posándose la claridad sobre todo.
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