Parece indudable que el aparecer “como sea” en la tele hace perder el oremus a la gente. No hablamos sólo de los que, pobres, ante la simple visión de una cámara, estallan en saltos simiescos y guturales alaridos, no. Hablamos sobre todo de cómo a diario vemos a muy reputados expertos y responsables sociales apareciendo vía ordenador o con un pinganillo a la oreja desde fuera del estudio, sin importarles ni su tétrica imagen deformada ni el torturante sonido con retorno y retraso que hace patético, risible e imposible el diálogo con el estudio, desde donde a veces tres o cuatro listillos les ametrallan con apelaciones cruzadas. Por no hablar de esas entrevistas largas con autoridades en una materia de las que sacan luego sólo una frase cortada, que sin explicación ni contexto es pura basura. No deja de asombrar que tan formadas personas acepten esas entrevistas, como si “como sea” les importara sólo asomar un instante el jeto ante la televisiva peña global. La tele bien vale una farsa, parecen decirse. Ni eco de aquella sabiduría tan elocuente de Umberto Eco, “no salir en televisión es un signo de elegancia”.
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