El repique de campanas por la llegada al pueblo del etarra asesino de Fabio, que glosábamos ayer, me recordó,
pues creo que recíprocamente se aluden, una preciosa secuencia de aquella
extraordinaria película de Michael
Cimino, “El cazador”. Regresa Robert
de Niro a su ciudad, a su casa en Pensilvania, proveniente del completo
horror de Vietnam, de la locura
desatada de la guerra, que del todo ha acabado con su inocencia, que tanto por
dentro ha triturado y abrasado su percepción de la vida, su existencia entera.
Sin que él lo sepa, su cuadrilla de amigos y amigas, esos jóvenes
entusiastas con los que mano a mano compartía antes trabajo y juergas, caza y
diversiones, peleas y amoríos, se afanan en prepararle en su casa, en ningún lugar público por tanto, una gran fiesta
sorpresa que realce el recibimiento, que sirva quizás de sutura simbólica a la
distancia del tiempo, de agradecimiento al soldado que por todos se sacrificó
también, que, en fin, reanude los lazos de esa cálida camaradería por la guerra
detenida. Engalanan animosos la casa, preparan comida y bebida abundantes, se
ocultan sus amigos a oscuras dentro de ella para por todo lo alto agasajarle
con una súbita irrupción que él no imagina.
No me digas cómo, porque escribo de memoria y ahora mismo el motivo
concreto no lo recuerdo, pero ocurre que Robert
de Niro, en uniforme militar, en las inmediaciones ya de su casa, se
“pispa” de lo que le están preparando. Se detiene. Cavila. Vemos como se amarga
su rostro. Diríamos que se le hace presente, acumulada, la memoria toda de la
guerra, su barbarie, esa desolación. Tampoco es ya él el mismo de antes, ese yo
es ya, por remoto, irrecuperable. Ha matado. Han matado y torturado hasta el
límite a amigos suyos. Él ya es otro. Se da la vuelta y, sin anunciar a sus
amigos nada, se pierde por ahí. No hay nada que celebrar. Vemos a sus amigos
luego, recogiendo abatidos los cartelones de bienvenida. Más tarde, retomadas,
aunque nunca ya iguales, las relaciones entre ellos, cuando en un día de caza Robert de Niro tenga encuadrado en la
mirilla telescópica a un precioso ciervo, se verá incapaz de dispararle.
Qué decir entonces de los etarras, si de ninguna guerra aquí hablamos.
Los suyos, crecidos, echan al aire cohetes y voltean campanas en honor del
sonriente asesino de un niño. Al fondo
del negro fondo, el padre de Fabio
se ve obligado a rememorar el día de la explosión, cuando, aturdido por el
estruendo, sacudido por el horror, medio sonámbulo de terror, acertaba sólo a recoger
como podía los restos chorreantes de su hijo de dos años, esparcidos aquí y
allá, entre los amasijos del coche.
LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
154 pgs, formato de 210x150 mm,
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“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones
del mundo” (Pessoa)
2 comentarios:
bolsonxx: joder tio, me has puesto los pelos de punta
joder tio, me has puesto los pelos de punta. Que asesinos sin conciencia. La justicia divina les dara lo que merecen tarde o temprano porque la terrenal esta vendida
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