Hay otro momento apoteósico y mágico en París, Texas, entre las cumbres del Cine para mí también, más debido este, creo, a la mano maestra del director, Wenders, que quiero aquí y ahora disfrutar contigo amiga, amigo. Si la desgarradora escena del peep-show expresaba como pocas el inmenso dolor por el amor perdido, en maravilloso vaso comunicante paladeamos también aquí una de las más acabadas representaciones de la felicidad, evocada en su más dorada plenitud.
Recordemos: desde los mismos umbrales de la muerte, la locura y la
amnesia, a los que le han abocado la autodestrucción por el desamor, va Travis penosísimamente recomponiéndose.
Son su hermano y su cuñada –que no pueden tener hijos- quienes lo salvan y
acogen en casa, de la misma forma que se hicieron cargo de su hijo tras su
infierno conyugal. Le ponen por eso una noche, para que mejor se recobre, unas
imágenes en súper 8 que recogen una excursión conjunta del pasado. Le ponen
delante de los ojos en realidad el recuerdo y la recreación en carne vivísima
de la absoluta felicidad que un día experimentó. Es sencillamente magistral la
artística destreza con que Wenders plasma
aquí esa hermosa síntesis, esa inmejorable elegía de los mejores días.
Y lo hace, anotémoslo, a través del uso de un, en apariencia, lenguaje
menor, el propio de una pedestre filmación familiar, introducida ahora en el
eje crucial del discurso cinematográfico para contra pronóstico, atiborrada de
vibrante poesía visual –ese soberbio uso estilístico de los desenfoques, de las
“torpes” yuxtaposiciones de planos, de la súbita rotura de las distancias en
los mismos-, potenciar al máximo su resonancia emocional, es decir, toda una
soberana lección de cómo, en deliberado despojamiento creador, con el recurso
en principio más sencillo y tosco alcanzar a recrear lo más sublime e
inspirado. También a través de la música lo consigue -he ahí el segundo mágico
ingrediente-, una música diríamos que nada barroca pero dulcísimamente eficaz y
despojada, esos acordes que trenzan y envuelven a las idílicas imágenes,
recargándolas y dorándolas de una plenitud soñada y real a la vez.
Y las imágenes obran el prodigio, pues, el niño que, lógico, se halla
distante de un padre al que no conoce, de la mano del súper 8, como ahí vemos, va
a iniciar su deshielo con él. Sí, ahí lo vemos, lo palpamos, lo sentimos, ¡y
cómo!: eran felices, bromeaban, sonreían, jugaban, se abrazaban, ahí el
esplendor y la belleza de ella, sus labios frutales, encuadrado con primor su
rostro tras la transparencia de un fino sombrero, con el niño en brazos, ese
alborozo de cabellos al viento, las preciosas ternuras que entrambos se
despliegan, su absoluta complicidad espiritual y carnal, con su niño y sus
hermanos juntos, radiantes en la playa bajo el sol, bailarina ingrávida ella sobre
la arena, gaviota linda Jane, único centro y sol del mundo entonces a sus ojos, sus
vueltas y más vueltas jubilosas… la Felicidad, era eso. Siempre nos quedará París-Texas,
sí.
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