“Me gustan los empotradores”, así,
a la flamenca, titula muy gráficamente la articulista en el prestigioso diario
(elmundo.es 9-8-2017). Toda una declaración de principios… y de finales, claro.
Un tío como un armario, se decía antes. Como un armario empotrado, se alargó después.
Empotrado, es decir, embutido pero más, incrustado, encasquetado, casi clavado.
A más a más ahí el potro y la potra, en sus múltiples semantemas. El empotrador entonces como amante ideal,
la parte por el todo, el órgano y la función por el cuerpo y la emoción, más
que el hombre en general, su oficio y su acción en la función copuladora es lo
que le cualifica. El empotrador en su
esplendor nunca oficia des-pa-si-to (tema ahora sentenciado machista), que lo
suyo es el brusco frenesí acometedor. Excluir, pues, escribe ella, “a los
blanditos… no te rozan ni la falda sin antes
preguntar, y tanto consultan y tanto interrogan…”, uff, terreno resbaladizo
este, con lo que por ahí pulula, ¿no?, cuando tanto se insiste en eso, en
preguntar, en el diálogo, en no pensarse que todo el monte es orgasmo, y en que
dejarte besar no supone dejarte penetrar y tal pascual. Más aún, lo que ahora a
menudo en muchos antros se escucha desde bocas femeninas es un serio y resuelto
dictamen casi napoleónico: “esta noche
me empotro un tío”. De ahí también la generalizada expresión –en las series
y en la calle- de que es “tal tía quien se está tirando a ese”.
Nunca como ahora los más elevados sentimientos –la dulzura, la delicadeza, la
ternura, que da hasta vergüenza ya sólo el escribirlos- son comúnmente vividos
como un lastre, y lo instintivo y bajuno como un galardón. Empotradores… y
empotradoras, entonces.
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