Guardábamos
la cola del pan otro día más. A dos metros cada zombie uno del otro, tú sabes.
Éramos cuatro en la fila, con las manos en los bolsos y la cabeza hundida hacia
el pecho. Ninguno llevábamos mascarilla. Hacía frío, ostras. La mañana, muy
grisácea y antipática, a juego con las losetas de la acera, a juego con nuestro
ánimo entonces. Delante de mí un padre joven aguantaba en los brazos a una niña
rubia. Sonriente, ella sí, única. Muy guapa. Con su abriguito rosa palo y su gorrito
rematado con borla del mismo color. Más allá, un viejete. Algo más de setenta
tacos, le calculé a vuelaojo. Con arrugas en la cara, algo encorvado, el semblante
friolento, lo lógico a esa edad. Lo sabes también: ellos son la víctima
favorita, el dedo siniestro que la tía de la guadaña sobre todo señala durante
estas jornadas terribles. En un achuchón de juego, de la cabeza se le cayó a la
niña el gorro al suelo. En un acto
reflejo, también sin pensárselo, pues el gorro le había caído al lado, el viejo,
doblándose, se apresuró a recogerlo con sus manos desnudas. A, con noble
gentileza, devolvérselo luego a la niña, o al padre, que la tenía agitada en
brazos y no se había percatado. En ese instante de vértigo nos miramos los
cuatro, con la niña los cinco, como si de golpe a la vez se nos telegrafiara en
las mentes el encadenado fatal de las odiosas reconvenciones oficiales ante la
pandemia: los mayores-los niños-el virus-las prendas-los contactos-el horror.
El joven padre, sin soltar a la niña, tomó el gorro que el viejo le daba. No le
salió palabra que decirle. A la niña, como si de golpe se reflejara en ella
toda la pesadumbre a su alrededor, se le ensombreció entonces el rostro. Sólo
el viejo se encogió de hombros a medias y esbozó una sonrisa. Le tocaba ya
entrar a por el pan nuestro de cada día.
martes, 7 de abril de 2020
EL VIEJO, EL COVID Y LA NIÑA (DÍA 24)
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