... Bueno, así de bobos nos recorrimos el Mercadona entero, -y qué
misteriosa curiosidad nos picó a los dos entonces por cada uno de los simples productos
que allí se nos ofrecían-, que no sé bien el tiempo que habría transcurrido,
pero ya el vigilante, un poco mosca, con la porra nos indicó serio que cada uno
a una cola para pagar pero ya. Y fueron muy bonitos esos doce minutos que nos
llevó esa espera ahora, en paralelo el uno con el otro, a metro y medio de
distancia, y el poder contemplarla a placer –eso, nada ni nadie me lo podía ahí
prohibir- todo ese tiempo, y por esta vez verla alegre y feliz, como yo mismo
lo estaba, en medio, maldición, del terrible penar general.
Fuera ya del merca había caído
la noche, y cada uno con su bolsa medio llena, a un metro uno del otro, bajo la
vía láctea de ese luminoso no sabíamos bien qué hacer o decirnos. Miento, ella
sí lo sabía. Me ha encantado volver a verte, me dijo. A mí más, le dije yo… ¿Te
vienes a mi casa?, añadí ya disparatado. Elevó las cejas, cerró los
ojos, encogió los hombros, apretó los labios, puso las palmas como un cura en
misa. Imposibol. El confinamiento, remember. Qué decirle a eso. ¿Venimos
mañana otra vez a comprar al merca?, apunté. Eres tonto, se sonrió. Y le chispearon
los ojos. Dio un paso hacia mí, se bajó la mascarilla… allí su boca gloriosa… y
me besó suave los labios. Como de pronto arrepentida, se llevó la mano a la boca, se repuso la máscara y me dijo, Horror, el confinamiento… Me pueden detener
por esto, chao, cuídate. Y con su trenka, con su bolsa de la compra,
con su diadema, se dio la vuelta y en busca de su coche ella se esfumó. Allí me
quedé yo, con la bolsa por los suelos, zombie total.
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