En los manuales para aspirante a escritor una y otra vez recomiendan meterle a los textos… conflictos, muchos conflictos. Sin conflicto no hay historia, aseveran, y aseguran además que, de haberla, no habría lector capaz de aguantarla. Llevándolo al extremo, RIDICULIZÁNDOLO, vienen a exponer un ejemplo canónico: “Pedro ama a Luisa y Luisa ama a Pedro. A su familia y amigos les encanta observar la lumbre de ese amor tan grande como recíproco. Se casan, trabajan, son felices. Tienen dos hijos y viven en un adosado. Los niños crecen sanos, guapos, obedientes y estudiosos, con todas las papeletas también ellos para ser felices. Pedro y Luisa vivirán la vejez juntos y joviales hasta que les alcance una muerte dulce, rodeados de amigos, hijos y nietos. ¿Dónde está la historia?”, sentencian tan cáusticos. Siempre que leía teoría y ejemplos de este tipo, y más hoy que nunca, con tanta bazofia mugrienta triunfante, me decía… ¿y os parece pequeña ESA HISTORIA, boludos? ¡Como si incluso esas vidas, bien escritas, no contuvieran por sí mismas problemas! Ese –también para el lector- habría de ser, entre tanta, tan morbosa como adictiva, truculencia imperante, el verdadero reto literario hoy: el de ser capaz de CONTAR BIEN, significativamente, artísticamente, la primicia y la minucia de la felicidad cotidiana, esa cosa tan rara. Escupir psicopatadas sí que está chupao, maestrillos, eso lo escribe cualquiera.
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