A veces, sólo a veces (pues ha aprendido uno que la vida agridulce es), no es ya sólo que lo real sea racional; es que además lo real es escultural, en el sentido de que va consigo preñado de Belleza. La nevada ayer sobre los madriles era apoteósica: desde las alturas, cientos y cientos de gruesos copos caían, como grandes mariposas bailarinas, blanquísimas y beodas, a la misma vez alborotándolo y serenándolo todo en su majestuosa blancura. El revuelo de los copos, al tiempo leves y gruesos, hipnotizaba y convocaba a un sosegado éxtasis tras el cristal (Si la nevada no cesa, pronto el éxtasis se trocará en canguis, que así Madre Naturaleza nos guía). Te llevaba el espectáculo, lo quisieras o no, a la infancia, claro, esto es, al paraíso de las sensaciones inaugurales, las más puras e intensas, por tanto. Sólo alcancé a pensar… el hecho de que la nieve sea del todo blanca, su radical blancura, más que azar, ¿es necesidad, verdad? Con qué otro color podría sino alcanzar tal poder evocador y tan cerrado emblema de la Pureza. ¿Podemos siquiera imaginar que la nieve fuera de color, yo que sé, marrón? ¿Gris, quizás? ¿Fucsia? Nevaba y nevaba y volvía a nevar ayer sobre Madrid, y la copiosísima nevada consigo abría, una vez más aunque al tiempo nos parecía la primera, un paréntesis de blancura y silencio, blindados de Belleza.
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