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miércoles, 18 de noviembre de 2015

Un héroe bajo la masacre yihadista: Historia de Juan Alberto

     

   
   Así es que, recen lo que recen, vístanlos como los vistan, los yihadistas rebanapescuezos de París, de héroes o de mártires, nada de nada. De implacables criminales, todo. Un héroe de verdad, un pobre mártir, ay, lo fue Alberto González, español de 29 años en la sala Bataclan, su admirable y conmovedor gesto bajo el traidor ametrallamiento yihadista. ¿Cómo comparar siquiera a uno con otros, cómo pensar que una misma dignidad equipara a la víctima, que con su cuerpo y su luz –mira su rostro- en medio del diluvio de balazos protegió a su mujer, y a sus tenebrosos matarifes, locos por disparar sin parar allí sobre cientos de personas desprevenidas?
      Sí, cuando leí su historia me acordé enseguida del relato de Richard Ford que aquí glosamos, sobre ese marido que inconscientemente se escudaba tras el cuerpo de su mujer ante un psicópata armado que irrumpe en un centro comercial, y sobre si ese acto súbito revela o no la verdad de una persona, es decir, si es o no en las situaciones excepcionales cuando aflora la íntegra condición de alguien.
    Sabemos que Juan Alberto estaba allí, disfrutando del concierto de rock junto a su esposa Ángela. Que llevaban tres meses de casados, aunque andaban como novios desde siempre. Que estaban tan llenos entre sí de amor –“superfelices”, dicen sus familiares-, como los yihadistas de odio. Que sobrevino el asalto de los yihadistas. Que mientras descargaban sobre los cientos de personas las balas de sus kalashnikofs a la vez les sentenciaban: ¡Vamos a haceros lo mismo que vosotros hacéis en Siria!  ¿Juan Alberto, Ángela, aquellos cientos de entusiastas del rock de tan variada condición? Que todos, aterrados, se arrojaron entonces al suelo, algunos ya heridos de muerte.
   Como Juan Alberto se hallaba delante de Ángela, acaso instintivamente, trató de protegerla moviendo sus piernas y deslizándose en la penumbra para que la cabeza de ella al menos quedara bajo su cuerpo. Intentó, como pudo, mantener a su mujer a salvo de la metralla criminal. Cuando ésta cesó, a duras penas Juan Alberto se incorporó un poco y tocó el cuerpo de su esposa, quizás comprobando que ella respiraba viva. Herido de muerte, le susurró algo que ella ya no pudo entender, acaso sólo eso, Ángela, amor mío, desfallecido y atragantado ya por el colapso de los órganos en él desgarrados. Ángela, moviéndose a tientas, quiso abarcarlo entonces entre sus brazos. Descubrió la sangre que de él chorreaba y empezó a gritar. Se reanudó la estampida de los disparos y volvieron a tirarse contra el suelo. Quedó Ángela tumbada sobre el pecho de Juan Alberto hasta que cesaron los disparos. Algunos se levantaron entonces para huir de allí como fuera. Juan Alberto permaneció ya inconsciente entre los brazos de Ángela. Llegaron al fin unos policías y, demudados, la ordenaron salir. Allí quedó Juan Alberto, magnífico estudiante, ingeniero, emprendedor, granadino, amigo de sus amigos y del salir de tapas, allí quedó su hombría de bien, allí quedó su alegría de vivir, allí quedaron su coraje y su valor, enteros y bien puros.
   ¿Quién dijo que el Bien es aburrido? ¿Quién dijo que si la oscura atracción del Mal? Juan Alberto González Garrido, que nunca la memoria de tu bondad se nuble.
    

   


  
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1 comentario:

Campurriana dijo...

Muy triste cada historia de una persona muerta, ASESINADA.
A ellos les da igual todo, José Antonio.
Absolutamente todo, porque no tienen nada que perder.
Nosotros, sí.