Tan silenciosos, ya digo, que en nada importunan a los jilgueros, que
por allí se quedan, sin perderle ojo –yo creo- al discurrir de las bolas, a
componer con sus trinos el trasfondo sinfónico a esos inverosímiles cursos. Tan
serios y abismados en su pericia los petanquistas,
sí, que pareciera depender de la misma
la suerte entera de algún mundo desconocido. Y es que, esas bolas relucientes
que con indecible tino ellos desplazan, tienen algo de satélites siderales, de
minerales y reverberantes planetas de un universo paralelo, enredadas en
zigzagueos, parábolas y órbitas gravitatorias alrededor del boliche de madera,
ese menestral sol cuya cercanía todas persiguen.
Ese silencio sagrado, -cómo no acordarse allí del vocerío idiota de los brokers bursátiles-, roto sólo por algún
conato de murmullo admirativo o adversativo, esa quietud desarmada de golpe por
los fulgurantes lanzamientos, esa enfrascada concentración en los jugadores y entre
los pocos que les observan, tan parecidas a la honda atención con que se sigue
la música clásica, enmarcan ya un halo muy sugestivo en su torno. Y sin
embargo, como los niños… ¡sólo juegan con unas bolas!
Acuclillados, escrutan en vilo cual consumados cartógrafos las mínimas
incidencias del escaso terreno que la bola debe cruzar, lo recorren despacio
husmeándolo a conciencia, si es tiro de aproximación lo que toca, acarician
entre las manos su bola metálica como
Hamlet su calavera pero sin mirarla, con qué suavidad la empujan, certeros halcones
luego, que fijan la vista una y otra vez en la bola rival que su parábola ha de
desplazar, anticipando ya el golpe, haciéndolo en su mente real antes de que
ocurra, flexionan el cuerpo, elevan el brazo y sueltan la mano, la curvatura
perfecta de la bola por los aires, ¡zas!, el bombeo de una bola sobre la otra,
un planeta que desplaza a otro -¡y sólo a ese otro!- de la preciada órbita del
boliche, que es el sol que a todos guía y señala victoria, oooh, el fulgor de
tan preciada puntería ataviando de increíble parábola la mañana del parque,
oooh, cómo revuelan y cantan entonces los jilgueros.
Sólo al final de la partida
prorrumpen todos en un breve aplauso, que en medio de ese silencio se realza
mucho, como una pólvora festiva, sí, y que más parece a la destreza de todos
ellos destinado, tal es el escaso alarde triunfal de los ganadores. A lo sumo
levantan un brazo estos en seña de agradecimiento. ¡Qué mundo por todo ello tan
cautivador el de la petanca en los barrios, a espaldas del glamour gritón,
cainita y narcisista del Reinado de la
Mugre, tan archi-reflejado en todas las pantallas dominantes!
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