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viernes, 31 de agosto de 2012

Entre las piernas del Amor



   
   Se me quedó pendiente el otro día, lector, después de censurar el, a mi juicio, desastroso acercamiento al mundo morboso del Deseo rezumante en la película que protagonizara Bardem (“Entre las piernas”), el contraponerle además, para mejor explicarme yo, el ejemplo opuesto de otra historia de la pantalla grande que, abundando en el asunto, del todo me cautivó. Me refiero, dentro de la plétora de maravillosos episodios que conforman “Love Actually”, a la originalísima y muy tierna historia de amor entre la pareja de actores porno que allí podemos disfrutar. 
    
   John y Judy son dobles en un film pornográfico. No quienes directamente llevan a cabo las circenses convulsiones, sino una suerte de actores previos que, desnudos claro, remedan las posturas que luego los principales ejecutarán, a fin de probar la mejor iluminación y el más óptimo encuadre para los “numeritos” planeados. John y Judy se conocen en el plató. Se reconocen, dentro de aquel abrumador y sonrojante contexto,  en una misma timidez. He ahí la clave que nos atrapa: ese estrepitoso contraste entre unas muy explícitas posturas carnales y el candor, humanísimo, de los estandartes que han de sostenerlas.
     
  Para sobrellevar su íntimo apocamiento, que es el oxígeno que funda y da alas a la única base posible para su relación, a la vez que ambos siguen las ominosas indicaciones del director del porno, empiezan a hablar de cosas, en apariencia banales pero bien relevantes, pues establecen un reducto sólo suyo que les defiende y salvaguarda del grosero contexto. Hablan y hablan, en elipsis, claro, y de la mano de las palabras, asoman y se entrelazan experiencias, pareceres, coincidencias. Empiezan así a mirarse a los ojos. Se construye delante de nosotros una muy real historia de enamoramiento, que cobra mayor temblor por desarrollarse a contrapronóstico y en un ambiente hostil como pocos a rendirse a la nobleza de los mejores sentimientos. Pocas veces se habrá narrado con mayor refinamiento y a la vez verosimilitud ese proceso de acercamiento y de paulatina atracción entre un hombre y una mujer sin proceder al inmediato revolcón. 
    
    Terminan John y Judy de rodar sus escenas. Se visten y se esperan el uno al otro, pues anhelan seguir contándose sus cosas, cada vez mirándose más a los ojos. Ya sabemos que se gustan. Acompaña John a Judy por la calle hasta el portal de su piso. Es de noche. Tímidos como ambos son, vemos como parece que se van a despedir sin atreverse a dar el paso. Ruborizado, trémulo, al cabo John se aventura a decirle a Judy si quiere invitarle a tomar algo, sólo a tomar algo. El sonrojo de ella, su parpadeo… su sí. El júbilo alborozado de John, entonces, que no sé si incluso saca unas flores de algún lado. No, sabemos de sobra que lo que entre ellos ocurrirá, que ocurre ya, es mucho más grande que un pornográfico revolcón. Se hallan ambos Entre las piernas… del Amor, sí.  



Post/post: gracias a Fran, a Juante, a Sonja, a Winnie0, a Norma, a Zorrete Robert, a Ariel, a PACO GACELA, a Vicente Rubio, a Mónica, a Anónimo por colaborar con este blog, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.

jueves, 30 de agosto de 2012

No tengo ni idea de cómo se sienten



   
    Al escribir el episodio radiofónico de ayer, la memoria y la asociación de ideas me llevaron en volandas al cine, claro. Recordé una escena breve pero muy intensa de un drama judicial cuyo título se me perdió. No sé tampoco si la protagonizaba Paul Newman o Michael Douglas, que me parece más bien que era este último. No era una escena grandiosa, de esas que coronan el colofón o el clímax emocional de una película, en la que especialmente se recreara el director con el encuadre y la planificación de la misma. Al contrario, era más bien una sencilla secuencia preliminar de las que van  introduciendo al espectador en el meollo de la película. Sin embargo, la extraña reverberación que desprendieron aquellos pocos planos que sólo vi esa vez impresionó con fuerza mi cerebro y quizás por eso se grabaron indelebles en mi memoria.   
   
    Se cruzaban por casualidad sobre los encerados pasillos del Palacio de Justicia los pasos de la familia de un asesinado y los del hábil abogado defensor del acusado de ese crimen, al que acababa de conseguirle la absolución del jurado. No sabemos si el absuelto es o no culpable. Sí sabemos que el abogado golpea raudo y radiante a trancos las losetas, feliz por su reciente triunfo profesional. Sabemos también que la familia del asesinado, los padres, la novia y dos hermanos quizás, abatidos, cabizbajos, apenas arrastran los pies sobre el suelo. Como digo, por azar a la vuelta de un pasillo, se encuentran uno y otros. Se enfrentan, claro, los rostros respectivos, el del desaliento sumo contra el del éxito.
      
    El abogado defensor, profesional de la Palabra al cabo, encuentra con reflejos pronta salida al embrollo: “Sé perfectamente cómo se sienten…”, les dice, añadiendo gestos apaciguadores con la cara y con las manos sin llegar a tocarles. La habilidad suprema del director estriba entonces en dejar en el aire flotando esas palabras y pasar a encuadrar directamente los rostros de los humildes familiares de la víctima. No pueden articular palabra. Pero se transmite y se contagia a la perfección, no la ira, todo lo contrario,  la completa postración de esos deudos, su irrebatible desolación, el tajo irrellenable en sus vidas, trituradas por esa ausencia y por el dolor, el callado clamor de lo que a ellos les ha sido arrebatado para siempre.
     
   Lo hemos percibido y lo hemos compadecido en ese instante nosotros… y también el abogado defensor, que cierra y abre una vez los ojos, que baja la cabeza ante esas gentes, con los suficientes arrestos morales dentro de sí para comprenderlo y reconocerlo, para caerse de su caballo ganador y volverles a mirar: “No... la verdad es que no tengo ni idea de cómo se sienten. Perdónenme”. De esa compasión, de esa iluminación, de ese entendimiento también, brota una nueva persona. “No tengo ni idea de cómo se sienten”. 



Post/post: gracias a Winnie0 -lo oiste también,qué bueno-, a Vicente Jiménez, a Juante -coincidiste también, qué curioso-, a Norma, a Cesar, a La abuela frescotona, a Mónica, a Hiperión, a NVBallesteros, a Ariel, por completar con la brillantez de sus aportaciones este blog, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.
  
    

miércoles, 29 de agosto de 2012

Dolor


   
    Hablaban en antena del “terrorífico” problema de la vivienda en España. Que si urgía una política de alquileres, que si la imposibilidad de la emancipación, que si las inveteradas costumbres de un país distinto en eso a Europa. A pesar de la enormidad del problema sonaban las voces joviales en la mañana de agosto. Diríase incluso que uno de los tres contertulios, por el tono embromado que gastaba, por la expansiva simpatía que hacia ella mostraba, tirábale de forma indirecta los trastos  a la conductora del programa, que discretamente se sonreía.    
   
    Entonces dio ésta paso a una llamada de los oyentes. Debieron tras el cristal apuntarle a la conductora el nombre de quien llamaba y, quizás llevada por la difusa animación que la charla se traía, para incitar a la persona que había al otro lado del teléfono añadió a su nombre un  añadido que la interpelaba: “Hola, Luisi, adelante, cómo estamos hoy…”.
   
    Al otro lado de la línea -y al otro lado de los transistores así pudo oírse- pudo escucharse un balbuceo, como si para nada aquella persona se esperase esa pregunta, “yo…”. Se abrió allí un silencio que contenía ya el aire de un mal presagio, solventado al cabo por una especie de carraspeo que viniera envuelto en un suspiro, del que al fin emergió una voz no rota, pero sí velada por una herida que de forma insospechada sangraba: “bueno, yo… es que desde que asesinaron a mi hija no estoy bien… pero… bueno yo quería decir…”.  Ahora sí que el silencio se adensó clamoroso como un telón oscurísimo, incluso en las casas, creo yo, en que estuviera escuchándose el programa.
     Nadie, ni la conductora, ni los tertulianos, atinaban a decir algo. Mejor, mucho mejor así. Bueno, se repuso la voz aquella al otro lado del teléfono. Dijo la señora Luisi que a ella le parecía bien que la ilusión de una pareja joven fuera tener un piso propio, que no veía ella por qué en eso teníamos que compararnos con otros países. Que los padres además hacían muy bien en querer dejar, si les era posible, un piso a sus hijos. “Un fuerte abrazo, Luisi”, con verdadero sentir en la voz, le dijo al concluir la conductora. Retomó luego el programa sin más su marcha acostumbrada.
    
    Recordé luego que había hablado yo la tarde anterior con un amigo criminólogo sobre los escurridizos conceptos que son la Justicia, la reparación a las víctimas, la venganza. No sé, el destaparse de aquel inmenso dolor agazapado tras aquella voz, que de súbito, sin cálculo, había desbordado los cauces del convencional diálogo, como reivindicando su presencia y su verdad a través de la radio para todo aquel pudiera estar oyéndolo en la mañana de agosto resultó… eso una revelación.



Post/post:gracias a Purificación Fernández Guijosa, a CLAVE, a Mónica Azabache, a MAMUMA, a Kayla, a Anónimo, a Mónica, a Norma, a Alma Mateos Taborda, a NVBallesteros, a La abuela frescotona por alunizar conmigo, por redondear el post, por bloggear a mi lado ayer,  GRACIAS
  
  

martes, 28 de agosto de 2012

El astronauta, una lavadora y yo



   
   Como si de alguna lunática manera fuese todo mi particular homenaje a Neil Armstrong. Me habían explicado la teórica hace un año pero, al no poner la misma inmediatamente en práctica por no necesitarla, no tenía ya ni zorra de cómo era eso de por vez primera en mi vida poner en marcha la lavadora. Me conjuré ayer. Eché mano de dos toallas de baño, una naranja y otra verde, y con interior pose flamígera me dije: Jose Antonio, de hoy ya no pasa.
    Pronto se me fue disolviendo la determinación del cruzado. Llevaba ya casi tres horas ocupadas solo en leer y releer las tres páginas del manual. Cada pasito un mundo, como el astronauta al arribar a la Luna. Elegir un programa entre los más de treinta que se me ofrecían, y yo que sé. Girando con budista cuidado el mando central, dispuse al fin uno. Echar el jabón detergente, pero ojo, sólo, de entre tres, por el canal correspondiente, no fuera a liarla. ¿Y cuánto? A ver… dos tapones, vale. Miré las toallas, confinadas allá dentro de la cápsula. Parecían dos gatos inmóviles, resignados a lo que pudiera venírseles encima. No sé, me acordé del Ecce Homo de Borja. Eres bobo, va, va, José Antonio, hombre, por Dios. Ahora cerrar bien la compuerta, que chasque bien el ajuste… ok. Darle al botón de inicio. ¿Y ese cuál es? Por fin identificado y activado ya. Vámonos.
   
    …Entonces ¿por qué no arrancaba de una vez aquella hija de la gran chingada? Había proferido a esas alturas ya mi buena docena de juramentos, en macabeo para variar. Y que nada. No sabía bien qué hacer, casi el resignado era yo. Por eso, cuando de repente escuché la pequeña  detonación que ponía en marcha la entrada del agua, justo igual que un gato arqueé el lomo. Claro, había que esperar unos minutos sin abrir la compuerta para que todo empezara.
   Alcanzó el tambor su caudal correspondiente y entonces, tras otra convulsión, empezó todo aquello lentamente a girar, envueltas las toallas, el agua y la espuma del jabón. Oh, lector, si fuera yo capaz de trasladarte la emoción que a mis cincuenta me embargó en ese instante: la de un niño al por vez primera admirar ante sus narices el carrousel de los caballitos en una feria, así de hechizado.
   Ni me moví de allí durante todo el ciclo, claro, que duraría una hora. La cápsula aceleraba sus vueltas, las toallas parecían gimnastas acuáticas bailando allí dentro una detrás de la otra, la naranja tras la verde y la verde en pos de la naranja mordiéndose las colas, como una bandera del Tao en giro continuo. Qué bonito era el ver aquellos colores ondulándose sin fin, su estela envolvente y circular.
   
    A veces luego la lavadora se detenía, como si ese acuático vals de los colores necesitara de un reposo. Se detenía también mi respiración entonces, ante la sospecha de que hubiera hecho yo algo mal y el electrodoméstico se hubiese a la primera vez chafado. Arrancaba de nuevo ese alegre caracoleo y con él otra vez mi corazón brincaba de gozo.
   Hasta que llegamos al centrifugado, y entonces sí que la aceleración fue vertiginosa y transmitió un fenomenal traqueteo al aparato entero, que con tanto ruido parecía ya un avión, qué digo, una trepidante nave espacial a toda pastilla… hacia la blanca Luna, sí. Joder, casi sentí miedo. No hace falta tan rápido, por favor, a ver si va todo a explotar. Pero no. Se detuvo la lavadora en seco. Esperé los dos minutos de rigor. Abrí la compuerta. Rescaté del reluciente tambor mis toallas. Las sostuve entre los brazos un instante, como si estuvieran desmayadas de tanto exceso. Hum, aspiré a tope su olor, que era el mismo que sazona los campos del Edén. Las extendí despacito en el tendedero, como si las tendiera sobre una cama. Me volví hacia la lavadora y pasé mi mano sobre la tapa. Bien hecho, jabata.
       
    Me senté en el suelo delante de ella, frente al gran ojo de aquella nave doméstica. Había hecho mi primera lavadora. A los cincuenta. Un pequeñito paso para un hombre, toda una chorrada para la Humanidad, sí, Neil. Y entonces, rememorando aquellas míticas imágenes del 69, me puse a cantar varias veces la estrofa más conocida de Sinatra, de su Fly me to the moon, la-la-la la-la-lá.
  
    
Post/ post: gracias a Juante, a Mónica, a Winnie0, a Old Nick -bravo-, a NVBallesteros por ponderar mi Romance, por bloggear a mi lado ayer, GRACIAS.