Entonces, si ayer aquí le reconocíamos sus méritos artísticos a la Coixet, sin menoscabo de mantener honda la discrepancia con ella en tantas otras cuestiones, el saber deslindar unos asuntos de otros, el rechazar por tanto como retrógrado el fanatismo monocolor característico de estos tiempos demenciales, en los que los opinantes a menudo nos lanzamos al bulto del adversario, encerrándonos unos a otros en bandos, mejor dicho, en bandas autosuficientes unidas sólo por un monolítica aversión que ni agua concede al que no piensa como nosotros, como bobos hinchas pavlovianos todos de nuestros particulares colores, ¿por qué esa elemental mesura parece ponernos fuera del estricto código binario –conmigo o contra mí- propio del juego ideológico hoy dominante?
Y no se trata en modo alguno de renunciar a las propias ideas y convicciones (otro cantar son los prejuicios, esos coágulos purulentos de viscosa tirria, inaccesibles a la razón, de los que una mente deseosa de aprender debería avergonzarse), sino de ser capaz de deliberar y de intercambiar reflexiones y argumentos acerca de las mismas con un ánimo siempre abierto a escuchar las razones del Otro.
Que una persona que no tuvo oportunidad de formarse sea incapaz en su dialógo de ir más allá del berreo y del infame exabrupto es en parte entendible. Lo particularmente odioso del Reinado de la Mugre presente es contemplar a los líderes de opinión sociales, quienes sí han tenido el privilegio del acceso a la Cultura, en mil y un debates-basura programados ad nauseam en los estelares escenarios de la representación social, despacharse con maneras y modales tan chocarreras y hooliganescas que harían enrojecer de pudor al carretero y a la verdulera más descarados del arrabal. Y es también el Internete, el anonimato y el disfraz que el mismo hacen posible, su vertiginosa velocidad que disuade de la reflexión, campo abonado y propicio para el insulto rastrero.
¿Cómo quejarse luego del prestigio creciente de la bárbara violencia entre quienes nada son para resolver sus problemas? Que encima esos supertriunfadores líderes de opinión, y los directivos que les programan, estén encantados de conocerse y de alumbrar además con sus gargajos televisivos la luz del progreso humano es sólo la más acabada vergüenza, el más putrefacto vómito de estos tiempos de cháchara plusprostibularia. Si todo conspira hoy contra la mesura, al menos nosotros, la nada fracasada que somos, alcemos aquí, nuestra débil luz. Hasta que nos la apaguen los ventiladores de las inmundicias. Hasta que nosotros mismos nos vayamos apagando.