Tócala otra vez, Michael (mejor)
Pocas veces cómo esta que ahora te recuerdo, lector, habrá conseguido el Arte, a mi juicio, expresar con una intensidad similar y con una belleza tan sobrecogedora las heridas del Tiempo y de la propia vida en los hombres, personalizados en la trágica figura de Michael Corleone. Actores, imágenes, música, palabras, todos los ingredientes con los que el Arte se hornea, elevados a las más altas cotas de su potencia evocativa y representativa, se funden aquí en un extraordinario trenzado único que sólo puede ensanchar el corazón y la sensibilidad de quien lo contempla. Así es que si tú lo quieres, lector, recorramos juntos una vez más este prodigioso testimonio artístico, pues nunca ha de avergonzarnos el frecuentar la dimensión inabarcable de las creaciones más logradas que tan felices con su sólo curso nos hacen.
Recordemos: Michael Corleone es ya un hombre envejecido y enfermo, atormentado sobre todo por el demonio obsesivo de la culpa, torturado por los remordimientos del reguero de crímenes en que consistió su vida, y del que ya no puede ni le permiten escapar, anhelante de una íntima redención que al menos apacigüe el dolor lacerante de su conciencia. Es un hombre derrotado. Ha accedido al fin a que su hijo Anthony, desligado del todo de la familia, desarrolle su vocación musical. Michael viaja a Sicilia, el totémico lugar de origen de sus antepasados, donde va a debutar en la Ópera su hijo.
Vamos allá, lector. Reclama Michael con gesto y palabras el centro de la atención de la escena: “He querido invitaros… para celebrar la primera actuación de mi hijo…”, y es ya síntoma de su ocaso, siendo quien él es, que no consiga detener el bullicio imperante, como si no pudiera ya su sola figura imponer silencio y cada cual un poco siguiese a lo suyo. Significativamente la imagen se desplaza a la mesa de juego de una sala contigua en cuyo centro visual su hija a la misma vez propone a quienes la rodean jugar cartas “a la Philadelfia”, remarcando así la distancia de todo tipo (incluso geográfica) existente entre ellos. El error de Michael con el título de la ópera da pie a la intervención de Anthony, su hijo, que le corrige y, abandonando la mesa de su hermana, se aproxima a su padre, centrando ahora sí, también con la irrupción del prestigio de su juventud, la general atención. “Todos recibiréis invitaciones así que sed puntuales”, recalca Michael, ilusionado como un solícito padre más del común.
“Papá, quiero ofrecerte un regalo… proviene del pueblo de Corleone y es en auténtico siciliano”. Con su agradecido gesto hacia el Padre (la magia y la donación altruista siempre presente en todo regalo, antes de que el Corte Inglés mercantilizara el gesto, claro) ha mencionado además Anthony el talismán mágico para los oidos de todos los presentes, Corleone, la tierra mítica, cuyos ecos atávicos en todos retumba con violencia, y más que nadie en Michael. “La he aprendido… en tu honor”.
Si es ya precioso que el hijo, lleno de gratitud hacia el terrible capo de la mafia que ha sido y continúa siendo su padre, porque le ha permitido elegir su destino, le ofrezca lo que él mejor puede darle, una simple canción –habría que pensar qué hubiera hecho Michael con ese presente en otro momento- mucho más lo es el que precisamente se lo ofrezca en su “honor”, sabedores todos del haz de connotaciones sangrientas y dramáticas que ese concepto exige y cobra en la vida de un mafioso. Michael acepta el regalo de su hijo, y es como si se patentizara de esta manera tan hermosa y sencilla el cambio de valores que preside ahora la declinante estrella del Padrino: frente al Poder, a la venganza, al círculo infernal de la violencia, irrumpen la búsqueda de la paz, la íntima comprensión, la música y el tesoro intangible que la misma despliega.
Y entonces, como en un milagro increíble y bien humilde a la vez, brota esa música de guitarra como un agua purísima, principia esa sencilla voz a cantar y ya queda sólo allí la música, la música y la portentosa capacidad de conmoción y de evocación que sólo ella posee. Es como si sus notas revelaran allí la misma ancestral alma siciliana, y por eso la cámara registra primero que nada la pesquisa primero y la discreta sonrisa asertiva del anciano patriarca que Michael tiene a su mesa sentado. Pero luego, en un majestuoso plano de casi invisible aproximación, la cámara va encuadrando a Michael, nos lo va lentísimamente acercando, y es como si nos introdujera a nosotros también en la carne viva del turbulento remolino de emociones que por dentro al implacable Don están con vehemencia golpeando.
El cómo se las apañan director y actor para con cuatro mínimos gestos – un ligero fruncir de labios, una bajada de cabeza, otro gesto de la boca al pasar la saliva amontonada a la garganta, y una espasmódica cabezada contenida hacia arriba al cabo- darnos la primorosa medida del volcán sentimental que se agita en erupción dentro de Michael es ya terreno del misterio que sólo la inspiración artística puede explicar. Tiene Al Pacino además los ojos velados tras las gafas de sol, secuela de la enfermedad del personaje, acaso símbolo también de la desorientación de valores que ahora le habitan, oportuno antifaz tras el que esconder la emoción, y es maravilloso cómo, sin poder usar los ojos, haciendo de lo que no puede verse y sólo sugerirse el recurso supremo, ha expresado tan a la perfección su íntima convulsión.
Porque al vuelo de esa canción maravillosa –lo haría luego John Houston en The dead- le explota a Michael en la cabeza el tropel de los más sagrados recuerdos del pasado, -así los inserta Coppola- focalizados, claro, en el Amor, en el amoroso recuerdo de la segunda esposa asesinada, en el precioso momento del torpe baile de ellos dos durante la familiar boda siciliana. Se desbordan entonces sobre la pantalla un haz de rememoraciones incontables que anuda a los personajes de la historia, a los propios actores e incluso a los propios espectadores del film, que son en su mayoría los mismos que veinte años atrás –el Tiempo, su curso inexorable, la incurable melancolía que el mismo produce, las personas amadas que ya no están- protagonizaron y disfrutaron con esa gran historia, anudándolos a todos en un cóctel cargado de emotivísimas añoranzas, multiplicadas siempre por el latido de la canción, que es como una versión desnuda de la propia e inolvidable banda sonora del film.
No hace falta ni entender –prodigio de la música- esa letra para notar la sacudida emocional que la misma provoca. Sin embargo, cuando ésta se conoce, en su estremecedora belleza más nos derrota aún:
Arde la luna en el cielo
Y yo estoy ardiendo de amor
El fuego que se consume
Como mi corazón
Mi alma llora
Dolorida
No estoy en paz
Que noche tan terrible
El Tiempo pasa
Pero no hay amanecer
No hay sol
Si ella no regresa
Mi tierra está ardiendo
Y arde mi corazón
Lo que ella ansía por agua
Yo ansío por amor.
A quien cantaré mi canción
Si no hay nadie
Que se asome en el balcón.
Cuando vuelve la imagen al presente, vemos a Michael restregándose los ojos sin las gafas, cobrando pie de nuevo en el presente. El presente es la peligrosa atracción entre su hija y su sobrino. Observamos que su hija ha percibido desde la mesa la intensa emoción que embarga a su padre. Como si adivinara lo que por su cabeza ha pasado. Se miran y baja ella los ojos. A su lado, su primo, ajeno, le acaricia el pelo. Michael, que no aprueba esa relación, les mira. No es una mirada desafiante, es una mirada de reproche, desde luego, pero es casi también una súplica, y a la vez una orden. Sin palabras, en un momento cinematográficamente extraordinario, que sintetiza en sólo esas elocuentes miradas cien líneas de diálogo, Michael consigue esa victoria: los amantes no aguantan su mirada, reconocen su ascendencia, se separan.
Puede así él volver de nuevo y en paz a reconquistar lo mejor de su pasado. “Era una mujer excepcional, muy hermosa. Yo la quería, pero murió.” Cierra así Coppola la escena, con Michael haciéndoles esa confidencia a sus hijos –que lo son de la primera esposa- en la calle llena de luz, sin guardaespaldas alrededor, como un padre más, concediéndole esa tregua a su tormento interior, junto al muro de un edificio religioso, símbolo de la paz y del perdón que Michael Corleone busca. Como dice la canción, el Tiempo pasa, mas no amanece.