De nuevo me volvió a ocurrir. Desde
hace un lustro tengo detectada en las inmediaciones de los Oscar, en la boca de hasta ese momento respetables críticos,
una súbita lluvia de desaforados
ditirambos hacia tres o cuatro pelis que, vas a verlas luego, piensas y
repiensas su “cantosa mediocridad”, y te dices, no, no puede ser, me están
tomando el pelo, aquí desde las alturas están
untando a base de bien los engranajes de una industria cultural orwelliana
sobre el andamiaje de una trola colectiva y de una completa estafa a la ciudadanía. Así esta vez también con “La forma del agua”, que se alzó con
los oros de los principales galardones de Hollywood en 2018. “Obra maestra”,
“la mejor de Guillermo del Toro”, “interesantísima”…, con lindezas así y superiores me la ponían no
pocos críticos profesionales, Boyero y
Garci entre ellos. ¿Y qué encuentras
tras tantísimo jabón tan laudatorio como sospechoso a la acuática Cosa?
Pues las vanas Pompas de, con todos los medios del mundo a su disposición, una
suerte de cómic ramplón atiborrado de kitsch, es decir, de inducido y
supuesto gusto artístico, en realidad hueco o postizo.
Encuentro sólo salvables el arranque onírico y la idea original, una
historia de amor fantástica entre una mujer marginada y una criatura
monstruosa, pero su desarrollo hubiera demandado un inspirado y escueto
realismo poético aquí del todo ausente, de manera que enseguida la obra se
despeña sobre una mezcla fatal de colorines y de “gore” en agobiante
steady-cam, de cine de acción y de cine filosófico, cine realista y cuento de
hadas, de mil cosas que la peli quiere
ser sin llegar a ser siquiera una, con personajes buenísimos y malísimos de
cartón-piedra, militares y espías grotescos dentro de una trama dudosamente verosímil,
en fin, con previsible suspense del malo
hacia un desenlace que se hace interminable. Lo esencial del relato, su
corazón, que sería el iniciático y complicado camino, ese complejísimo temblor
mutuo, por el que mujer y monstruo llegan a atraerse, lo da por supuesto Del Toro en un pis-pás, por lo que esa
difícil e intensa relación no se hace creíble ni se adensa en los ojos y en la
mente del espectador, tiñendo ya el resto de gratuidad y grandilocuencia.
Sobresaturada de kitsch, ya digo, no se priva el guión,
sin venir al cuento, de ni una sola de las frutas escarchadas al gusto
biempensante: las minorías, el racismo, el machismo, la homosexualidad, el
anti-militarismo, el anti-capitalismo. Y parecido empalago en las formas: la facilona
cinefilia dentro de la propia peli y el querer “como sea” meter en el
roscón maneras fusiladas de Amelie, El
hombre elefante, Delicatessen, Splash, Blade Runner, ET, Avatar, Lalaland, The
artist, Tarantinos varios, Fred y
Ginger, a la vez y a capón todos ellos. Con tanto agua, con tanto jabón, con tanta
pompa y tan mala circunstancia, los que del todo naufragan son, a mi modo de
ver, Del Toro y su informe historia…
tan premiados, tan extrañamente elogiados por casi todos los críticos
profesionales.
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