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jueves, 8 de febrero de 2018

Otras metamorfosis, otros triunfos



   

      Escribíamos ayer… de la Metamorfosis de Amaia, de esa formidable mutación que en ella se opera, ni siquiera en el escenario, al sólo entrar en contacto con la Música, como si fuera ésta un mágico bebedizo que de golpe transforma a una joven apocada en toda una Deidad Hechizante. Recordé, al escribir de Amaia, un caso idéntico, bien que mucho menos glamouroso, que de primera mano conozco: músico también, organista y cantor asimismo, su nombre es Pedro, Pedro Bajo. Más Metamorfosis en él si cabe, pues, alejado de la música, Pedro es soso hasta decir basta,  cuarentón poco agraciado, cargado de espaldas, desastrado en el vestir, en fin, un tartamudeo congénito mortifica lo indecible su existencia. Pero a-migo, es enchufar los bafles, embutirse en uno de esos trajes horteras de solapas anchotas y colorones intolerables, aferrarse a los teclados y empezar a darle y darle a las canciones –al tocar en bodorrios y fiestas de pueblos, por fuerza ha de adaptarse él bien, so pena de acabar en el pilón, a muy diversas y exigentes tesituras-, y del todo erguírsele de pronto la Figura -es de verse-, hasta componer una Presencia centelleante que desprende magnetismo y seducción por todos los poros de la piel, como demuestran los ojitos admirativos de no pocas admiradoras que a su vera entonces se concentran. ¡Por completo cuando así canta y toca –o presenta el siguiente tema- la tartamudez le desaparece! ¡Prolonga el fraseo de las letras como un consumado experto entonces! La música, su buen trato con la misma, como por milagro convierte a una suerte de jorobado tartajilla de Leganés en un Prince de segunda, Prince al fin y al cabo. Disfruta Pedro esos momentos como nadie, claro. Son su Vida. Se gana malamente así la vida. Cuando acaba su función, sudoroso y en loor de multitudes, como si apurara el trance, quizás también para que nadie quede ya por allí, se demora mucho en salir del camerino. Es doloroso entonces, con la imagen aún viva en la retina de su indiscutible Esplendor, verlo normal de nuevo, reducido de nuevo -uno más como los demás- a su borrosa estampa encorvada, a su trabucarse con las palabras más habituales. Bueno, Pedro no es joven, ni tiene el mundo y el futuro a sus pies, y lo suyo es más bien una Operación Fracaso, pero yo le tengo ley. Admiro también en él lo que, a pesar de tantísima distancia, con Amaia comparte: ambos tienen un Don.  

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