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martes, 7 de abril de 2020

EL VIEJO, EL COVID Y LA NIÑA (DÍA 24)



   Guardábamos la cola del pan otro día más. A dos metros cada zombie uno del otro, tú sabes. Éramos cuatro en la fila, con las manos en los bolsos y la cabeza hundida hacia el pecho. Ninguno llevábamos mascarilla. Hacía frío, ostras. La mañana, muy grisácea y antipática, a juego con las losetas de la acera, a juego con nuestro ánimo entonces. Delante de mí un padre joven aguantaba en los brazos a una niña rubia. Sonriente, ella sí, única. Muy guapa. Con su abriguito rosa palo y su gorrito rematado con borla del mismo color. Más allá, un viejete. Algo más de setenta tacos, le calculé a vuelaojo. Con arrugas en la cara, algo encorvado, el semblante friolento, lo lógico a esa edad. Lo sabes también: ellos son la víctima favorita, el dedo siniestro que la tía de la guadaña sobre todo señala durante estas jornadas terribles. En un achuchón de juego, de la cabeza se le cayó a la niña el gorro al suelo.  En un acto reflejo, también sin pensárselo, pues el gorro le había caído al lado, el viejo, doblándose, se apresuró a recogerlo con sus manos desnudas. A, con noble gentileza, devolvérselo luego a la niña, o al padre, que la tenía agitada en brazos y no se había percatado. En ese instante de vértigo nos miramos los cuatro, con la niña los cinco, como si de golpe a la vez se nos telegrafiara en las mentes el encadenado fatal de las odiosas reconvenciones oficiales ante la pandemia: los mayores-los niños-el virus-las prendas-los contactos-el horror. El joven padre, sin soltar a la niña, tomó el gorro que el viejo le daba. No le salió palabra que decirle. A la niña, como si de golpe se reflejara en ella toda la pesadumbre a su alrededor, se le ensombreció entonces el rostro. Sólo el viejo se encogió de hombros a medias y esbozó una sonrisa. Le tocaba ya entrar a por el pan nuestro de cada día.  
    

   

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