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viernes, 17 de mayo de 2019

Picotéame de día, devórame de noche




   Interpretamos lo que leemos durante las horas diurnas al hilo del tumulto y de las prisas propias del día, según el criterio que nos dicta la recta Razón, la instancia propia de las Luces como tantas veces se ha dicho. Esas lecturas mañaneras aparecen cribadas, por así decirlo, por las severas instancias fiscalizadoras de un criterio que se atiene sobre todo a los cánones del frío raciocinio. ¿No hablamos acaso de “un sol de Justicia”, asociando así la extrema claridad con la más impersonal ecuanimidad? Nos entran los textos diurnos entonces por la aduana de un frío tribunal que sólo se atuviera a abstractas consideraciones. Emitimos sobre ellos un distanciado veredicto. Sin embargo sobreviene el atardecer, llega con él la hora bruja y notamos un como nuestras irrevocables afirmaciones diurnas comienzan un poco a difuminarse. Qué decir entonces con el caer de la Noche, y con el extenderse junto a ella el sortilegio que su diferente latido pone en oleaje dentro de… ¿nuestras entendederas?, mejor sería decir de nuestras sensibleras, de no estar este vocablo tan peyorativamente cargado. Y cómo referirse ya a cuanto nos sobreviene por dentro al compás de las muy enigmáticas Noches de verano, tachonadas por miles de estrellas en lo alto, que gravitan y nos hacen gravitar a la vez al antojo mágico de millones de constelaciones que en las noches de estío con su chisporroteante arcano nos arrastran. Tiene sin duda la Noche otro tempo, otra cadencia, otra trama. Por eso, bienaventurados los textos que pasaron el áspero fielato diurno y fueron reservados a la instancia segunda y definitiva de la Noche. Porque entonces, cuanto leemos en la Noche sosegada nos penetra a través de los cauces desbordados del sentimiento y de lo volitivo, por encima del ventanuco de la gélida y escueta reflexión. Frótase el Poeta las manos, pues son ahora las palabras, más que grises medios, fines en sí mismos, más que vocablos, frutas que mordisquear, flores que aspirar, cachorrillos que acariciar, brisa balsámica. Es sobre todo que las palabras bajo el influjo secreto de la Noche estival se hacen música embriagadora y por lo mismo cobran vida más intensa y más se adentran en los confines del alma que de verdad estremecen al lector, para allí por mucho más tiempo quedarse a vivir. Los textos nocturnos de alguna forma nos poseen.

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