Eran más de veinte mil irlandeses antesdeayer en Gdansk, ciudad emblemática del antitotalitarismo. Irlanda, sí, es
un país intervenido (el horror, el
horror) que cuenta con apenas 4,5 millones de habitantes. Su simple presencia
pacífica y festiva en plena fase previa de la Eurocopa desmentía de cuajo los
apocalipsis que a diario los media nos pintarrajean. Además el combinado español estaba dándole un baño a su selección,
cuatro-cero, que es que ni olían los irlandeses la bola. Habían también
recibido un duro correctivo ante los croatas en el partido anterior. Estaban
pues más que eliminados de la competición.
Y sin embargo, de forma bien extraña, como a contrapelo de los manuales
de burricie que dicta la mala educación de hoy, aquellos veinte mil fulanos,
súbditos de San Patricio y de las
destilerías, bajo la lluvia encima, no cesaban de vitorear a los suyos. No se
busque el chisme fácil: puede que alguno de ellos anduviera algo achispado, mas
no causaron ni un mínúsculo disturbio. Más
aún: en las postrimerías del partido, cuando ya su expulsión era inminente…
empezaron a cantar. Cantaban y cantaban sin parar, todos a una, los sagrados
himnos que más les religaban a todos alrededor de su equipo nacional. ¿Habráse
visto alguna vez ante la más dura derrota afición más ejemplar?
Esa alegría sencilla, natural y honda a la vez, despertaba lógica
envidia, claro. Retrotraía también a esa iconografía de un pueblo formado por
individuos humildes, risueños, cantarines, moderadamente pendencieros y
bebedores, devotos de sus costumbres, como dotados de un elemental contento de
vivir que John Ford con primor en
sus pelis deletreó. Y como quiera que quien esto escribe anduvo una vez –hace
mucho tiempo- por aquellas tierras, y como quiera que sus renombradas verdes
colinas impregnaron de forma duradera mi entendimiento, sentí entonces, lector,
ganas irresistibles de estar en Gdansk, la cuna de Solidarnosc, enlazado a los brazos de alguna de aquellas maureen
o´haras y canturreando a su lado los míticos “Fields of Athenry”.