Recordaba entre sollozos, Adoración Zubeldía, viuda del concejal de UPN Jorge Javier Múgica, asesinado por la Eta hace diez años, desbaratada por el dolor y ante la sala enmudecida, las muy amargas circunstancias en que se vio arrastrada a contemplar el cobarde y cruel asesinato de su marido: “Ese día no fui con él a la tienda a trabajar. Habíamos estado fuera unos días y me quedé organizando la casa. Escuché la terrible explosión… supe al instante que era él. Me asomé a la ventana y vi la furgoneta nuestra envuelta en llamas. Medio sonámbula, me fijé un poco más… el coche estaba ardiendo… mi marido estaba allí, contra un arbusto, quemándose…”.
La juez Murillo debió ver entonces algún gesto jocoso entre los acusados. “Y encima se ríen estos cabrones”, explotó por lo bajo ante su compañero de tribunal. Luego relató la viuda el calvario de amenazas recibidas antes del asesinato: las pintadas con dianas, los robos en la tienda, la quema de otra furgoneta arrasada. Sólo por casualidad ni ella ni su hijo murieron también de esa vil manera aquel día. La chulería, el descaro, la ausencia de la más mínima señal de arrepentimiento y de la más elemental empatía ante el sufrimiento causado, y a su lado mismo revivido, siguen siendo las señas de identidad de los etarras. Ni de los acusados en el juicio, ni de los bilduitarras que les apoyan, sean los que acuden a la vista, orgullosos de jalear a sus heroicos txapotes, sean los que se apalancan ya en las instituciones representativas, que ni mu han dicho. Es lo que hay.
Es cierto que la juez Murillo retrató con su exabrupto a los etarras a la perfección. Ni el prodigioso artista del siglo de Oro español con su mismo nombre hubiera pintado mejor de un solo trazo a esos angelotes mofletudos y psicópatas de la Eta. Pero es cierto también que demostró, a mi juicio, una alarmante falta de profesionalidad, a todas luces impropia de su responsabilidad. Luego las radios, las televisiones, los diarios, los digitales ni te cuento, se han lanzado con fruición a repetir ad náuseam la grosería, recreándose en la suerte, como si la jueza hubiera levantado la veda y los “profesionales de la información” ardieran en deseos de pronunciar también ellos, como niños malcriados, la palabrota de marras. Por todas partes resuenan los cuernos de cientos de machos cabríos pero que muy mal hablados.
Ya, ya sé que está la palabra en el diccionario de la Rae, y que Cela tal y cual. No soy ningún cursilón del almidón. Pero veo en ese regusto malsano por lanzarse encantados por el tobogán de los tacos una demostración más de la derrota del Pensamiento que ayer te conté y del pernicioso influjo de la “GranHermanización” de la sociedad entera, esto es, del Reinado de la Mugre: esa mezcla insolente de banalidad y vulgaridad. ¡Cómo extrañarse luego de que por las modernísimas redes sociales circule a todo gas el más tabernario de los lenguajes, cuajado, sin conciencia de culpa alguna, de las bajezas más infamantes! ¿Quién es el guapo que una vez más le recuerda a esta prominente juez, y a tantos eminentes líderes de opinión, la frase aquella de Wittgenstein que reza que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”?
La nada interbloguera que uno es –mejor que todo lo demuestra, lector, el que ni tú ni yo nos llevamos ni un euro al bolso por escribir lo nuestro- se atreve a decir que cuánto mejor, por ética, por estética, y hasta por pragmática, si la juez Murillo hubiera explotado en este símil: “y encima se ríen estos de la izquierda abertzale”. He dicho.