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viernes, 27 de julio de 2018

Lydia Lozano y su compi de Facultad, yo: vidas cruzadas también




Querida Lydia:
      Es seguro que para nada te acordarás de mí y que menos aún que nada te dirá mi nombre. “Jo-se-An-to-nio-del-po-zo, y éste quién cuyóns es”. Es lógico. Si pasamos aquella vez más de un año entre cuatro paredes juntos -no revueltos- y ni siquiera entonces advertiste mi penosa presencia,  cómo habrías ahora, encaramada a la espiral de tu enorme éxito, ya toda una reina del periodismo y de la televisión, reparar en un blog inmundo de este inframundo, por mucho que en las estrellas ciberesféricas pretendamos los blogueros residir. Y sin embargo, Lydia, cruzo los dedos porque una extravagante conjunción de asteroides haga posible que esta carta llegue a tus manos. ¿Te acuerdas, Lydia, de aquella encrucijada en la que yo tanto te ayudé? He pensado que quizás estés ahora tú en condiciones de devolverme aquel favor. No hay más que verte en la pantalla, siempre dispuesta a colaborar en las más benéficas causas de los desfavorecidos por la Fortuna, o sea, para qué irse más lejos, yo mismo con mi triste mecanismo, Lydia.
    Sí, seguro que de sobra habrás ya caído: yo, mejor dicho, la torva sombra que me constituye, estudié contigo durante los dos primeros años de la carrera en la Complutense madrileña. La mayoría de los que entonces eran mis compañeros más cercanos han acabado de funcionarios, y cuando de Pascuas a Ramos nos juntamos en tabernones rústicos de Legazpi y por ahí, para ponerle algo de brillo a nuestras rutinarias existencias te rememoramos todos en muy similares términos: es que Lydia y sus  amiguitas, es que se veía ya… Lydia era otra cosa, joder. Tendrías que ver, Lydia, cómo entonces por un momento fulguran esos mustios semblantes, contagiados todos un poco vicariamente de tu Triunfo. Chocamos siempre los vasos de cerveza rubia bien altos en tu honor, como en la polka de la cerveza, aquella del año la polka, claro. Brindo a solas yo ahora porque sea capaz esta misiva, impropia en extensión para la ley de hierro del Internet, I know, de atraparte en los efluvios de su seducción, y que no puedas soltarte de ella hasta el mismo punto final. Me va tanto en ello. Al fin y al cabo versa la misma sobre todo de ti, de refilón de mí, de soslayo un poco de los secretos y mentiras de todos, creo.
    Y es que,  acaso para la clase entera, desde luego para nosotros lo eras entonces, en efecto, eras otra cosa, eras… el glamour personificado, que me parece que entonces ni conocíamos esa palabra. El glamour… estridente, entiéndeme. Pero al lado de nuestras pellizas que debían oler a establo, de nuestra ropa de baratillo y sin gusto, de los trasquilones que gastábamos, venga a fumar Ducados todos como condenados en algún penal del buen gusto, al lado de todo eso, tus finos jerseys policromados sobre una piel bronceada hasta en febrero, tus pantalones fruncidos con los últimos cuadros escoceses, el cascabel de tus pulseras, el ingenio de tus peinados, el elegante antifaz de tus Rayban, el aroma british de tus colonias…  todo un emblema de la sofisticación coleando en el aire de una chavala rumbosa y rubicunda que a aquella partida de pueblerinos dejaba petrificados.
   Un glamour en vendaval. Flameaban el escándalo de tus risas interminables que llenaban ellas solas el aula, el dinamismo de ajetreo con que ibas y venías, ese taconeo decidido de botas caras, el tono extravagante de tu voz estruendosa –a veces, perdóname Lydia, poblada de roncos ecos de cantina-  que a menudo se rompía como una porcelana, no sé, ese crujido y ese cóctel informe de distinción y vehemencia algo truhana a aquel atajo de paletos nos resultaba irresistible.  Ibas ya como quince años mentales por delante de nosotros, que sólo empollábamos aparatosos manuales uno tras otro entre la niebla de los Ducados mientras te bastaba a ti tu estilo –éste sí en verdad ducal- para saber con nitidez abrirte ya entonces tu propio camino. Claro, te contemplábamos fascinados, pero a distancia, como intimidados por la tempestad de tu empuje. Tenías mundo y rimmel. Nosotros teníamos pueblo y algunas películas de cine.
     No, no te hacían falta los libros, quizás es que te los machacabas todos por las noches. Aunque debía eso en todo caso ser muy de noche en la propia noche, porque hasta nuestros sitios, como olas rompiéndose contra un archipiélago, llegaba el fragor de tus risotadas cuando muchos días les contabas ya entonces, a las compis que a tu lado se arremolinaban haciéndote círculo, la última disco que la misma noche anterior a las tantas habías frecuentado, “y a que no sabes quién estaba allí y con quién está liado”… ¡No me digas!, clamaba alguna, y su pasmo y el estrépito de tu risa eran todo uno. Ya te movías de lujo en la cosa esta de las agencias del cuore. Algo en suma de icono imposible tenías para nosotros, nuestra Kim Novak particular, que podías tú entonces, discúlpame la menudencia, Lydia, muy a gusto rivalizar con la Novak también en la turbadora firmeza de tus turgencias, tan turgentes, excusse moi.
    Bueno, pues hubo un día, Lydia, imposible que te acuerdes, claro, -cuántos años han pasado ya, por favor- hubo un día, digo, en que, como dirían los antiguos folletones, nuestros destinos más aún se entrecruzaron. Llegabas tarde al examen de Introducción a la Economía y tu sitio habitual estaba ya ocupado, así que tuviste que sentarte en cualquier lado. Sí, aquel melenas borroso y con la cara atiborrada de espinillas que apenas se movía a tu lado era yo. Dios mío, lo recuerdo ahora y todavía, por encima de las paletadas inmisericordes de tierra que nos echan encima los años, al punto me viene aquel anonadante perfume tuyo ese día. Olías a… serían violetas violentadas, no sé, en mi vida había olido yo algo con ese poderío, que más que una colonia parecía un imán, de cómo tiraba de uno hacia ti aquel olor centrifugándote a la vez el cerebro. Hostias, que había que rellenar el examen y estaba yo como un bobo, con los ojos entrecerrados e inclinado hacia ti como la torre de Pisa, con sonámbula intención nada más que de adherirme a ti, tal era el sortilegio diabólico de aquella fragancia. Recuerdo que paseó por allí el profesor, el mítico Sánchez-Ramos, su mostacho de morsa canosa, seguro Lydia que de él si te acuerdas, y mientras a ti te sonrió, me largó a mí un bufido que al menos me sacó de mi sopor zombie.
     Empecé a escribir como loco, loco por recuperar todo el tiempo perdido en el éxtasis pituitario. No es por nada, Lydia, pero la curva de Philips y la ley de los rendimientos decrecientes y la utilidad marginal del último bien consumido, todo aquello me lo sabía yo de carrerilla. Zas, cuatro folios en un pis-pás. Levanté luego la vista hacia ti. No llevabas ni medio folio escrito. Me sonreíste pícara y me hiciste una mueca de película de espías después. Empezaste a arrimar tu silla (con aquellas odiosas… manoplas, creo que se llamaban esas tablas adosadas para escribir sobre ellas) a la mía. Puse mis folios a tu vista y te dejé copiar todo. Yo creo que el profe, Sánchez-Ramos, aunque éramos en el aula más de ochenta, toleró tu copieteo. Te le habías, con la onda desarmante de tu simpatía, ganado antes, claro. El resultado de todo aquello, lo que son las cosas ahora que las repienso, tuvo valor anticipatorio y simbólico de nuestras posteriores trayectorias. A mí, por esas cosas de Kafka que tiene la Universidad, aquel cabrón me cateó, y a ti, no podrás jamás decirme a la cara que miento, Lydia,  te aprobaría, digo yo, porque te vimos ese día con él a su lado en el Dodge-Dar que el muy marxista gastaba por entonces. No me diste, ni entonces ni después, las gracias, Lydia, pero yo lo entiendo, que andabas siempre liadísima con no se qué inaplazables inauguraciones de antros de perdición, que eran para ti, ya se ve, trampolines de salvación. Además, que el vernos alguien a ti y a mí, tan disímiles, charloteando, hubiera sido como contemplar en vivo una profanación. Tampoco yo habría sabido bien qué decirte, y si hubieras llevado puesto otra vez aquel perfume, yo que sé, igual se hubiera abalanzado sobre tu espalda el Cro-magnon que entonces uno un poco era. O sea que hiciste bien. De esa forma es como puedo ahora cargarme de razón histórica y con justicia pedirte el favor de que al principio te hablé, el único que de verdad me mueve a escribirte esta larga carta, que con todo el alma anhelo que como sea  te llegue y que hasta aquí te tenga en vilo.
   Te dejo ya mi son: Verás, Lydia, he escrito VEINTE RELATOS DE AMOR Y UNA POESÍA INESPERADA. Soy su autor: sé que algunos de ellos están bien. Necesitan los pobres un empujón. ¿No me comprarías un ejemplar y, caso de que te gusten, no me los recomendarías entre tu inmenso mundo?  Sería así menor mi pena y las violetas violentadas de la memoria como violines estradivarius en la misma seguirían sonándome. “Sálvame”, te digo yo a tí ahora. Y nada más, Lydia, que esto  era cuanto quería yo transmitirte. Y un abrazo, de parte de este ya ni pelanas que una vez estudió a tu vera. Tuyo siempre, José Antonio del Pozo. 

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