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viernes, 29 de junio de 2012

No sé, me gusta más Murakami


   
   Tomó entre sus manos Lo que queda del día, se resopló el flequillo, acarició la cubierta un instante, contrajo un punto los músculos maxilares, y con voz cadenciosa, como todo un samurai precoz me dijo: “gracias, papá, es sólo que… ahora estoy leyendo otras cosas, Murakami, otro sobre los árabes… ya me lo pillaré”. Y yo a él: “y claro, por supuesto, mi hijo, claro, sólo cuando tú puedas, y por supuesto, mi amor”.
    Lo malo fue que se iban pasando los días y aunque siempre estaba yo deseando sorprenderle enfrascado y suspendido en El Libro, ese supuesto nunca se daba. Se lo dejaba yo  a su alcance, como quien no quiere la cosa, hoy encima de la mesa, mañana al lado de la mochila, pasado sobre la tapa del inodoro, para que no olvidara el regalo de su Padre y se aprestara a sumergirse en él… En vano. Quizás notara él mi ansiedad y resultó mi ardid entonces contraproducente.
   
    Se nos olvida a los padres que los mozalbetes –nosotros una vez lo fuimos, oh, Dios, cuándo- más que nada anhelan construirse sus propias referencias, por pésimas que éstas sean, y también que en buena medida durante esos años “construyen” su personalidad por oposición al Padre. En realidad, por tanto, mi hijo japonesófilo, al rechazar con el consciente o con el inconsciente Lo que queda del día, estaba “asesinando” al Padre. Vamos, que estaba apiolando él lo que en mi quedara de vida. Lo piensas todo esto más tarde y lo entiendes, aunque no por ello deja de dolerte como punzada seca en la quinta intercostal.
   Por fin una tarde en que ya había abandonado yo toda esperanza le descubrí leyéndolo. Le dedicaría una media hora de ojeo y lectura picoteada. Con todo, esperé yo en vilo su comentario. No sé, a ver si por milagro del Sinto se arrollidaba en mi presencia y con gruesas lágrimas de gratitud me expresaba su deuda impagable conmigo, su padre, la enormidad artística de lo que hasta entonces se había perdido y cuánto había cambiado en ese instante su vida… Pero no. Con suavidad algo zen lo depositó él entre mis manos, me miró un instante y luego bajando los ojos dijo: “… no sé, me gusta más Murakami”, y desapareció entonces tras la puerta, como alma que se llevara Lao Tsé, yo que sé.
   
    Un escritor de los consagrados escribiría quizás ahora –copiando a los del dirty realism- que se pimpló una botella de bourbon, o que destrozó catorce platos seguidos, por causa del berrinche paterno filial. Qué estupidez. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer yo durante los próximos días, eso sí, al principio embargado por una muy íntima y pegajosa tristeza, salvo leer El Libro? Al cabo yo no lo había leído, y a lo mejor mi hijito japonesófilo tenía la razón, y resultaba una chusta de libro. Así empecé yo a leerme Lo que queda del día.


Post/post: gracias a Mónica, gracias a CHARO Y ROY -bravo-, por sus minutos conmigo, por no dejar mi texto tan solo, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.