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lunes, 8 de diciembre de 2014

Sexo, pádel y fin de semana (y2)

     


   (Ya aquí diciembre, lector. Hum, huele a Navidad. Regalar a un amigo/a, regalarte, regalarme mi libro. ¿Agradeces el blog? ¿Lo valoras? Necesito vender algún ejemplar más de mi libro, que es además muy bueno -creo-, para seguir escribiendo. Pídemelo. Precio por correo ordinario: 10 euros. Precio por correo certificado: 15 euros)

   
   Mi instructor de pádel se llama Rober. Veintisiete años, majete de cara, de mediana estatura, atractivo, fuertote, de anchos hombros y acogedores músculos pectorales, no llega Rober a lo de Cristiano Ronaldo, claro, pero en verdad se ha labrado el cuerpo como un gimnasta de Mirón el tío. Follable 100%, que diría alguna desenvuelta tuitera del hoy. Todo en su atlética figura rezuma el empuje radiante de la juventud y la potencia.
   
   Somos tres sus alumnos los miércoles a altas horas, y la otra noche, mientras calentábamos Carlos y el muá –pa vernos, esas sudaderas incendiarias allí, como luciérnagas atolondradas desafiando a vaharadas el frío y la oscuridad del club poligonero- se entregaba Rober a muy misteriosas confidencias con Fran, el bandarra del grupo. Tenemos una relativa confianza unos con otros, la ruda camaradería de los fornidos gladiadores podríamos decir, para darnos una idea y hacernos de paso la ilusión, pues salvo nuestro metrosexual instructor, ya digo, es pa vernos al trío padelero, menudas pantorrillas.
   
   Sabemos por eso sus torpones alumnos que hace poco Rober rompió su feliz unión matrimonial, que incluye dos niñitas rubias adorables, que alguna vez hemos visto corretear por allí, pues que se le cruzó a nuestro Titán, en uno de los prestigiosos Torneos Padeleros que los fines de semana por toda España él frecuenta, una cimbreante padelera bonaerense de pelo negrísimo y caderas más voluptuosas aún –nos ha enseñado él con gesto de orgulloso cazador fotos de ella que lleva incrustadas en el móvil, ¿desplazando quizás a las de sus niñas, ay?-, una garota tremenda de esas que incluso a los querubines dejan boquiabiertos. Llevan un tiempo liados los dos, aunque se ven a salto de mata aún. El pádel les une, el pádel les separa. Torneos, torneos, torneos.
   
   Como quiera que veíase a Rober más bien cabizbajo en la conversa que con Fran mantenía, cavilé si, agotado el frenesí inaugural de los Fogosos Olímpicos, no sería alguna especie de arrepentimiento, y de honda nostalgia del amor conyugal y hogareño lo que estuviese allí él confiando. No cuadraba con ello la sardónica pero muda sonrisa que Fran ostentaba, pero a saber si no era la misma la moneda cobrada como desquite en el rostro de los contrahechos, a quienes esa explosión de furores corporales está naturalmente vedada.
     
   Como no lo dejaban, nos acercamos Carlos y yo, centuriones  incandescentes ya, a darles el queo. Y en ese momento era Fran quien una imaginaria bola remataba:
     -Jajajá, tranqui, Rober, tú tranqui, pues claro que te vuelvo a pasar las pirulas, jajajá… a que te funcionan de puta madre… ¡Diooos, dejas a las tías a tope de gusto y espatarrás pa un mes entero, colega! Las perracas es que lo flipan… pero, ya sabes, cincuenta euracos se llaman, ya sabes, jajajá, a mí me rulan de puta madre, no se me baja el rabo ni patrás, toooma perracas, jajajá, llevo siempre en el coche, ahí las llevo, yo sí, por si acaso, no te jode, jajajá…
    
   Soltamos los cuatro allí, sumidos en la noche neblinosa, en la noche láctea, unas risotadas de cómplices legionarios romanos en un receso de las Galias, o en una francachela tras la batalla en un bosque nibelungo, sólo que cuando las risas, llamas venidas a menos, decayeron, pedía el guión unas palabras del Titán en busca de farmacopea para su tema, y sobre su rostro, por un día pesaroso, las miradas ávidas confluyeron.

   -Es verdad, joder, he quedado este finde con Cristina… y es que esta tía es la hostia, Cristina es la hostia, es exigente que te pasas, no le vale lo normal, quiere estar toda la noche ahí, dándole, se mosquea si no, se enfurruña, luego lo cascan todo por ahí… y es que quieres quedar bien, joder, dejarla bien pero bien… como sea, no vaya a dejarme, sí, no vaya a mandarme a Parla, sí, después de la clase me acerco contigo al coche y te pillo algunas, tengo que quedar bien.

       
   Volvimos a reírnos, sí, pero se veía claro que eran risitas falsas, y que la íntima confidencia, y la sombra gigantesca y arrolladora de aquella Cristina bonaerense que Rober llevaba en el móvil, había llenado de una extraña turbación de pesadumbre al grupo de forzudos conmilitones, que eran ya sólo tres angustiados padeleros en calzonazos, que es pa vernos. Uff, podía leerse en la mente idéntica del trío fallando ya todas las bolas: ¿Y cómo será esa tía? ¿Qué haría con nosotros si nos pillara por banda? ¿Cómo no se revolverá esa leona en la piltra? ¿Tanto de uno exigirá? ¿Un Adonis guaperas como Rober, a los veintisiete enganchado ya al Viagra? ¿Es el de Cristina, su exigencia, el nuevo Orden Amoroso? ¿Qué significaba todo aquello? Incluso a Fran, el bandarras, silente y pálido ahora -salvo los rodetes enrojecidos de los carrillos-, se le notaba estupefacto. Hasta el perfecto Discóbolo Rober nos parecía en ese extraño momento uno de los nuestros. Y hacía frío, qué leches.




LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen, análisis y UN CAPÍTULO de la obra en estos enlaces)
UN CAPÍTULO:
154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)



domingo, 30 de junio de 2013

Adiós, Javier, adiós. El Final (y 2)



   Sucedió así que en el último partido, tan próximo el pase a la reserva, libre ya de toda presión competitiva, el brazo de este bloguero como en un milagro del todo se soltó. Que más que brazo a mí mismo patidifuso me parecía formidable tentáculo justiciero. Repartí estopa para dar y tomar, vamos. Me salió un partidazo que ni a Aníbal en Trasimeno. Es que ni yo me reconocía tras mi camiseta celeste. Me dieron ganas hasta de sacarles la lengua –o de hacerles, como Punset, los cuernos-  a los demudados  pintamonas que teníamos enfrente. No lo hice, lector; tampoco para eso valgo.
    
   Ni siquiera levanté los brazos a lo Kaká, como la otra vez. Muy educadamente saludé a los rivales lechuguinos. Estreché con fuerza luego a Javier, que estaba el hombre algo confundido tras la insólita metamorfosis que le había sobrevenido a mi torpe brazo. Como si al guión que se desplegaba delante de nosotros le hubiera acordado mejor una derrota estrepitosa. Sabíamos los dos de sobra que era nuestro último abrazo de ránking.
   
   Más tarde, dentro del coche, a solas una vez más, sólo que era ésta la última, en los confines desiertos de un club suburbial, bajo una noche sin luna pero con algunas estrellas, repasamos como siempre los pormenores de la reciente batalla. No acababan de salirnos del todo las palabras. Arranqué y conduje luego el coche en medio de un silencio incómodo. Llegamos al fin a la glorieta dónde él se apea. Era muy muy tarde en medio de la noche inmensa. Entonces, sin apagar el motor,  le canté a Javier mis cuarenta:
  
   -Quiero que sepas que ha molado mucho, pero mucho mucho, jugar durante estos cuatro años a tu lado, Javier. Que he disfrutado como un loco jugando contigo de pareja al pádel. Ha sido algo genial y especial el hacerlo. Intuí cuando te conocí que nos llevaríamos bien, y me alegro de no haberme equivocado. Me siento orgulloso de ti… además, que seguiremos viéndonos. Yo te saco quince tacos, mi juego se ha estancado y tú tienes una gran proyección por delante… ¿Que… que… que ya tienes hablado para jugar con un tío en el torneo este que empieza ya, que es encima un crack? ... Pues…  me alegro un montón por ti, Javier, …Ojalá os vaya muy bien. Me encantará seguir sabiendo de ti. Si os encaramáis entre los veinte mejores disfrutaré como el que más, si puedo vendré a veros, no lo dudes, tú le das a esto muy bien, Javier, y tus victorias serán también un poco mías, así las sentiré, te lo aseguro… y eso, que quería nada más decirte que sepas que han sido una gozada estos cuatro años… nunca los olvidaré, gracias por ello…
   
   Entonces Javier, que me había escuchado con la cabeza gacha, me miró. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero sus ojos brillaban dentro del coche. Sólo me dijo:
  
   -¿Sabes? Da un poco de pena… Chócala, compi.


   Chocamos fuerte las manos, sí. Como los de la NBA, palma contra palma. Sólo por un instante los dedos se nos engarfiaron. Se bajó del coche y pronto se perdió entre aquella espesa y negrísima oscuridad. Javier ya no es mi compi. Adiós, compi, adiós.



LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen de la obra en post del 27-1-2013 y 1-2-2013)
154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
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sábado, 29 de junio de 2013

Adiós, Javier, adiós



   Tenía que llegar el día. Mejor dicho, para que con más redundancia simbólica a sí misma se cebara la ocasión, tenía que llegar la noche. La noche del miércoles pasado jugué mi último partido de ránking oficial padelero al lado de Javier. Tras cuatro años dándole a la pala juntos llegó el momento de dejarlo. Empezamos desde abajo del todo (puesto 220, creo) en nuestro club suburbial, y terminamos en el 94. Menuda gloria, sí, y qué gloria tan menuda. Hemos batallado mucho juntos. Batiéndonos nuestro pobre cobre hemos sacado adelante partidos imposibles, hemos chocado ciento de veces, como señal de unión, o de ánimo, o de celebración, las manos. Hemos compartido el punzón de los fríos, la maza de los soles, los vientos ásperos y las súbitas lluvias alrededor del pádel, como marineros que se alistan en un bajel a la buena aventura del mar. Esas cosas unen mucho, ¿no? Aunque sólo éramos amigos ahí, por tener luego edades y trabajos y mundos distintos, estábamos bien compenetrados en la pista, me parece. Todo tiene su final, ¿verdad?
   
   Empezamos esta temporada en el 100 y sólo a trancas y barrancas hemos ido sacándola. La gente que juega en un ránking es por lo común endiabladamente competitiva. Alguno apiolaría a su vieja por ganar dos puestos en el ránking de la Nada, lo que oyes. Como al pádel se juega en parejas, se necesita de manera imprescindible un similar nivel de juego entre ambos socios. De no ser así, a la terrible manera que gastan los más feroces escualos, olisquean los pretendientes esa sangre derramada, y ahí te las dan una tras otra todas las dentelladas. Son éstas clamorosas ceremonias de depredación, repletas de una extrema crueldad.
   
   Sucede que Javier, mi compi –ya no lo es-, ha progresado mucho en su juego, mientras que este bobo bloguero con ínfulas de poetastro al que lees, es también como padelero lo más próximo a la nulidad. Imagínate, perspicaz lector, la somanta –sobre todo anímica- que casi con cada partido nos sobrevenía. Tal grado alcanza la inhumanidad de los padeleros de ránking, caro lector, que muchos de los que de esa manera cobarde en la cancha nos aplastaban, mientras caminábamos cabizbajos hacia la salida, al mínimo descuido mío, lector, además le deslizaban a Javier, mi compi –ya no lo es- su extrañeza por verle a él compartir equipo con la mía inutilidad. Ah, cómo en cada uno de esos momentos hubiera querido  ser yo el shaolín punsetiano, y katana en ristre flamígero hacer de esos bárbaros padeleros un muy  sanguinolento picadillo. Tenía que hacer encima como que esa música traidora yo no la oía. ¿Comprendes, lector, mi aflicción?

   
   Por supuesto, de ello Javier nada nunca me decía, pero no dejaba el asunto, y es lógico, de minar y hacerle daño a nuestra mutua confianza, a nuestra unión sin fénix,  pues si siempre  toda contrariedad con las victorias se lubrica, son las derrotas amargo lastre para el viaje en común, y más en los días exaltados en que vivimos, en los que el ser un fracasati tan mala prensa tiene.  Así es que, lector, como un general romano viejuno y artrítico al lado del resplandeciente César, estaba yo deseando terminar las Galias.

       Quién iba entonces a pensar lo que estas amargas postrimerías iban a depararnos... Ven, mañana, lector, y acompáñame en el trago, anda.  



LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen de la obra en post del 27-1-2013 y 1-2-2013)
154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)

domingo, 30 de diciembre de 2012

Hamlets de suburbio pala en mano


   
      Debía faltar poco para las doce de la noche, si es que no lo eran ya. Llevábamos desde las diez dándole al tema. Tenía que hacer frío, en medio del desierto club poligonero, aunque en absoluto lo sentíamos. Bien al contrario, el calor que desprendían mis carrillos empañaba los cristales de mis gafotas de manera para mí vergonzante. Los limpiaba con blancos papelillos sobrearrugados, y a los veinte segundos otra vez se volvían a llenar de vaho. Debía parecer yo un camión achacoso en medio de la niebla.
      El caso es que habíamos ganado un peleadísimo set cada pareja y teníamos Javier y yo bola para ponernos 5 a 2 en el definitivo.  Si ganábamos el partido subíamos de grupo y alcanzábamos el brutal –pour muá- puesto 100 en nuestro suburbial ránking padelero (el 100 de entre una lista de 240 parejas de tíos, pues empezamos, tres años ha, desde abajo del todo, desde ese infierno). En ráfaga pensé entonces, joder, ojalá ganemos, qué momento para, en loor de triunfo, como los matadores diestros, cortarme la simbólica coleta del jodido pádel y jugar luego sólo ya festivas pachangas. Sí, le daría un abrazo de maestro torero a Javier y le invitaría a, con tiempo, irse buscando otro compi de fatigas padeleras. Me liberaría de esa agridulce angustia de la idiota competición.
    Teníamos enfrente a los Kirpatrick, padre e hijo, que no sé aún por qué les llaman así, siendo ambos dos de Toledo muy naturales. El padre es finústico y largo como día sin pan, pero el hijo de primeras vistas no diríase tal, pues de rechoncho que es, pareciera más bien su escudero. Aunque más que escudero resultaba, mejor dicho, su pinche, ya que no dejaba de pincharle al padre con motivo de los escasos errores que el longo Kirpatrick cometía. Con los yerros propios, mucho más habituales, el pinche escudero juraba incluso improperios aún no escritos, mientras su papito suavemente lo animaba.  Se notaba de lejos que juntan los Kirpatrick  muchas más horas de vuelo padelero que Javier y yo, por más que, con la Fortuna de nuestro lado, teníamos como digo el partido en la mano.
   
     No, no estábamos jugando bien, y los dos lo sabíamos. No nos salía nuestro juego habitual. Entonces, con el 5-2 a punto de nieve, a un paso del ansiado top 100, puede que quizás paralizados por ese redondo espejismo en medio de la fría noche poligonera sin estrellas,  con estrépito nos vinimos Javier y yo del todo abajo. Perdimos rápido ese juego, y los tres siguientes en un santiamén se evaporaron. En los tres cambios de pista que hasta el final hubieron –dale que te pego yo a los papelillos sobre las gafas- no acertábamos a intercambiar palabra. Del todo se nos encogió el brazo, casi entregando las bolas, mientras los Kirpatricks tornáronse eufóricos pulpos, como de tentaculares martillos armados. Nos ganaron. 4-6. A la mierda.
     
     Con el frenesí de la Victoria, Kirpatrick hijo, en muy hermosa por lo inesperada estampa tras tanto gruñirle al Padre, corrió como loco a echarse en los brazos progenitores. ¡Papá!, incluso de la boca se le cayó. Kirpatrick padre le acarició entonces los rizos como sólo un padre puede a su hijo bebé hacerlo. Les saludamos deportivamente. Me alegré por ese Padre, un notable y veterano jugador, a la misma vez que a toda leche empecé a entristecernos por nosotros, por Javier y por el muá, que habíamos palmado.
      
     Ah, cómo escuece el perder. Cómo entonces te pesa y se te atraganta de pronto incluso el aire. Qué áspera hiel recubre entonces las cosas y los gestos más habituales. No era, ni mucho menos, la primera vez que perdíamos, pero había algo en esta derrota, en visperísimas de las Navidades, acaso la forma fulminante en que se produjo, acaso nuestro mal juego, cuando tan cerca habíamos acariciado nuestro –el mío, al menos- Toisón, que la hacía indigerible. Para nada discutíamos ni proyectábamos Javier y yo los fríos aspavientos de la distancia, esos gestos que sin quererlo aluden a la derrota. Era sólo que esta vez, dentro del coche a las tantas, parados ya en la desolada plazoleta en que siempre dejo a Javier, las palabras no cauterizaban, no restañaban como otras veces la herida, no apaciguaban nuestra pesadumbre. Yo creo que sobre todo nos dolía el habernos decepcionado antes que nadie cada uno a nosotros mismos, y al otro inmediatamente después.
     
     Y sí, nos dijimos felices fiestas y todo eso mirándonos a los ojos, y chocamos con fuerza nuestras manos, y ningún mundo se acababa, ya, pero Javier y yo sabíamos que eran unas felices fiestas escarchadas por una tristeza que nos era hasta entonces desconocida. Era como si nuestro mal juego nos hubiera arrojado dentro de una niebla tan espesa como desconcertante entre la que no veíamos la salida navideña. Parecíamos Hamlets de suburbio con una pala entre las manos. To blog or not to blog, pensé mucho más tarde yo.




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sábado, 29 de diciembre de 2012

Nunca he sentido igual una derrota


  
   Debía faltar poco para las doce de la noche, si es que no lo eran ya. Llevábamos desde las diez dándole al tema. Tenía que hacer frío, y de lo lindo, en medio del desierto club poligonero, aunque en absoluto lo sentíamos. Bien al contrario, el calor que desprendían mis carrillos empañaba los cristales de mis gafotas de manera para mí vergonzante. Los limpiaba con blancos papelillos sobrearrugados, y a los veinte segundos otra vez se volvían a llenar de vaho. Debía parecer yo un camión achacoso en medio de la niebla.
     
     El caso es que habíamos ganado un peleadísimo set cada pareja y teníamos Javier y yo bola para ponernos 5 a 2 en el definitivo.  Si ganábamos el partido subíamos de grupo y alcanzábamos el brutal –pour muá- puesto 100 en nuestro suburbial ránking padelero (el 100 de entre una lista de 240 parejas de tíos, pues empezamos, tres años ha, desde abajo del todo, desde ese infierno). En ráfaga pensé entonces, joder, ojalá ganemos, qué momento para, en loor de triunfo, como los matadores diestros, cortarme la simbólica coleta del jodido pádel y jugar luego sólo ya festivas pachangas. Sí, le daría un abrazo de maestro torero a Javier y le invitaría a, con tiempo, irse buscando otro compi de fatigas padeleras. Me liberaría de esa agridulce angustia de la idiota competición.
    
     Teníamos enfrente a los Kirpatrick, padre e hijo, que no sé aún por qué les llaman así, siendo ambos dos de Toledo muy naturales. El padre es finústico y largo como día sin pan, pero el hijo de primeras vistas no diríase tal, pues de rechoncho que es, pareciera más bien su escudero. Aunque más que escudero resultaba, mejor dicho, su pinche, ya que no dejaba de pincharle al padre con motivo de los escasos errores que el longo Kirpatrick cometía. Con los yerros propios, mucho más habituales, el pinche escudero juraba incluso improperios aún no escritos, mientras su papito suavemente lo animaba.  Se notaba de lejos que juntan los Kirpatrick  muchas más horas de vuelo padelero que Javier y yo, por más que, con la Fortuna de nuestro lado, teníamos como digo el partido en la mano.
  
   No, no estábamos jugando bien, y los dos lo sabíamos. No nos salía nuestro juego habitual. Entonces, con el 5-2 a punto de nieve, a un paso del ansiado top 100, puede que quizás paralizados por ese redondo espejismo en medio de la fría noche poligonera sin estrellas,  con estrépito...

CON ESTRÉPITO, LECTOR, CONCLUIRÁ MAÑANA ESTA DISCRETA AVENTURA, QUE NO DESEA EL AUTOR CASTIGAR MÁS YA HOY TU  LEGENDARIA PACIENCIA HACIA SU ARTE


         
 


LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
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lunes, 1 de octubre de 2012

Sólo me las vio la Luna


   
    Esa oscura noche del día en que la Señora llegó, y con ella el terremoto que asoló mi blog, tenía yo que jugar, al lado de Javier, mi compi del padeleo, el partido inaugural de la temporada en nuestro club suburbial. Teníamos que empezar, pues, a defender la medalla de la alta dignidad que a lo largo de tres años habíamos alcanzado: nuestro 107 puesto en el ránking. (ver blog 3-9-12) Te confieso, lector, que tras atravesar el caudal de la terrible tarde zarandeado de un extremo a otro por los más opuestos sentimientos hacia mí mismo –qué hacer, que diría Lenin, yo sabía lo que sabía, y qué- a esas horas me encontraba del todo abatido. Sin arrestos siquiera para tratar de disimular ante Javier.
   -He tenido un pésimo día, tío… estoy cansado… Como si se me hubiese venido encima una apisonadora… lo último que me apetece ahora mismo es jugar.
    -Va, José, venga, tío, ya verás cómo no, ya sabes cómo es esto… cuando empiezas a correr y a sudar, todo el mal rollo del día se olvida y te desfogas en la pista a tope, va, tío, que vamos a ganar, ya verás.
    Calentaba luego Javier con su acostumbrada energía, mientras apenas ponía yo sobre la cancha, con negra camiseta encima, un trote lastimero. Nos enfrentábamos a dos morlacos de cuidado: el Higuaín, malevo en el juego como solo él, y Rubennigge, coriáceo como una nécora. Empecé de pura pena, claro. Reaccionaba tarde a las jugadas y, falto de concentración, le pegaba fuera de sitio a la bola. El ímpetu y la casta ganadora de Javier no eran suficientes armas ante la machacona contundencia de los adversarios. Palmamos la primera manga, 6-3.
   En el cruce de campos, al ir a empezar la segunda, un gesto despectivo del Higuaín –acaso en otro contexto una simple broma- ,el típico pulgar hacia abajo, me llenó desde la cabeza a los pies de una rabia insólita. Como en un relato plano, achiné los ojos para mirar enfurecido al Higuaín, queriendo lanzarle a la cara dardos, culebras y bromuro a la vez. Ni se inmutó él, claro. No tiene escuela ni nada, aquí, el Higuaín. Creo que patronea un taller de mala muerte, y que se las tiene tiesas con operarios y con clientes al mismo tiempo. Como para asustarle las miraditas de un bloguero con ínfulas. Para más inri empezó entonces a jugar fatal mi compi. Parecía acusar falta de reflejos, un extraño cansancio, o quizás sólo fuera el contagio de mi propia angustia. Éramos pan carcomido.
   
   Bueno, pues como en un cuento edificante, cuando menos me lo esperaba yo, -no sé Javier- noté como volvieron a mí de golpe y recrecidas  las fuerzas y mi sapiencia padelera. Me agarré a la pista como el mismo Tigre de Mompracem, imprimí a mis piernas una velocidad quinta y a mis golpes una seguridad nueva, y para sorpresa de nadie –pues nadie nos estaba viendo- igualamos primero y nos llevamos después la definitiva manga. 4-6 y 6-3. Era yo el más viejo allí, y aunque quede feo el decirlo –la verdad es la verdad, la diga Punset o un despreciable bloguero- quien acabó pletórico y reluciente sobre la cancha no fue otro que el menda lerenda a quien ahora lees, lector mío.
   
   Me quedé con ganas de devolverle al demudado Higuaín lo del pulgarcito hacia abajo, y hasta de añadirle al ademán el rapto de una risotada faltona, pero, qué quieres, me falta físico para esos desplantes toreros. Les chocamos las palmas sobre la red, as usual. Rubbenigge estaba más pálido que la luna menguante que desde arriba nos contemplaba. Pareciera que esa luz condensada de la luna sólo me alumbrara a mí, tal era entonces el brillo de mis ralos alamares.
   
   Era tarde en la noche ya, las doce pasadas, y al día siguiente había que madrugar. Estábamos, como siempre, Javier y yo, a solas dentro del coche, en medio del nocturno y ya despoblado polígono suburbial, únicos habitantes de un planeta sideral,  comentando eufóricos algún lance del juego. Cuando ganas, esos minutos son con nada de este mundo pagables, así de dicotómica es a veces la vida. ¿Quién se acordaba ahora de la irrupción conminatoria de la Señora, de la tarde horribilis, de mi penosa zozobra? Yo, naturalmente.
  
   -Joder, y eso que no tenías ganas de jugar… Jose, tío, cómo has acabado, hoy te les has ganado tú solito, un puto crack es lo que eres.
     
   Volví entonces la cara hacia el otro lado. No quería yo que viera Javier las lágrimas que me resbalaban mentón abajo. Sólo me las vio la luna.


Post/post: muchas  gracias a Campurriana, a CLAVE, a Mónica, a BEGO, a Zorrete Robert por vivir a mi lado mi partido y mi infortunio, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Epílogo para la mía tragedia



    
    Le ví alejarse, sí, sorteando ingrávido los alibustres del parque suburbial en la noche, penetrando y a la vez disolviéndose raudo entre el lácteo resplandor de las farolas. Pensé entonces, pero Javier no tiene ni remotas flores de que mañana le inmortalizaré yo en mi muy discreto blog -del que él nada sabe ni siquiera imagina-, de que le propulsaré así sobre la ola inmensa de la Ciberesfera y de que quizás merced a esa fantástica carambola alguna dulce japonesita –la única que por aquellos confines de vez en cuando lee lo mío- al otro lado del mundo se enamore de él a través de mis palabras. Si se lo contara, seguro que se encogería él de hombros y me diría algo así como “Jose, tú has visto demasiadas películas, me parece a mí”, y saldría corriendo a entrenar. Es lo que tienen los hombres y mujeres de acción, que no se detienen jamás ante las quimeras. Poseen esa despreocupación y esa sencilla adaptación a la realidad que siempre tanto he envidiado.
   
    Bueno, el oro de esas Olimpiadas lo ganamos Javier y yo en junio, y si no lo hubiera aquí un poco escrito estaría del todo disuelto ya por el turbio desagüe de fregadero que es la vida. Jé, escribir, el blog, son sólo el tapón que detiene un instante, subiendo ese nivel del agua, su paso atropellado. Pasaron los dos meses de verano, llegó la hora de formalizar otra vez la nueva inscripción en nuestro ránking poligonero y… nada, que Javier no se ha enrolado con nadie –tampoco anda él sobrado de tiempo para andar especulando- y que me pidió por correo electrónico que siguiéramos jugando juntos. Me sentí entonces muy feliz, lector, aunque esto te lo digo a ti, no a Javier, que los castellanos, para la expresión de los sentimientos, más secos resultamos que un cardo. “Genial”, le dije.
     
   Pero ahora, lector, tras el parón veraniego, ante la inminencia de los combates padeleros es que, como al Otro, te digo que me tiemblan ya las piernas con sólo pensarlo. ¿Por qué estaré tan acongojado, me interrogo a lo Segismundo calderoniano,  si es sólo deporte, si como tal hay que tomarlo, si ese puesto 107 a ningún lado va, si al cabo como mucho lo que haya que hacer se hará? Es del todo ridículo. ¿Qué es a todo lo más lo que puedo perder?
   Yo creo, lector, que mi canguis ante el ránking es sólo un trasunto del pavor oscuro que siempre he sentido ante las asechanzas de la Vida, que es cambio, que es peligro, que es también oportunidad, que es un río desbocado sobre el que tanto me cuesta simplemente mantenerme. Entonces, para darme fuerzas por dentro, como un escolar aplicado a mis cincuenta, me obligo a repetirme cien veces –y las voy una a una contando-: “Jose, joder, Javier te ha pedido que juegues con él, recuerda lo feliz que te sentiste”. Y eso, lector mío.  



Post/post: gracias a CLAVE, a Winnie0, a Cesar, a Norma, a Inmaculada Moreno, a Mónica, por saborear esta recámara conmigo, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS. 

jueves, 6 de septiembre de 2012

Me quedaba sólo una bala en la recámara



  
 -¿Qué pasa, que no he hablado bastante claro? ¿Tengo monos en la cara o qué? ¿Por qué no vuelven a sus putas conversaciones y nos dejan en paz, eh?
   
    Fue peor el decir eso. Subió de tono el murmullo. Alguien soltó una imprecación. Se oyó el arrastrar de algunas sillas, como si alguno -¿quizás Johnny el Largo?- amagara con venirse a por mí y aclararme por las bravas algunos conceptos. Para entonces, a la velocidad que se desarrollaban las cosas, yo veía y no veía. Sudaba de nuevo, ahora en frío, eso lo notaba.  No sabía bien como podría acabar aquello. Miré de soslayo otra vez a Javier, mi compi, y vi sus ojos alarmados, cómo de no dar crédito a la que en un momento se estaba liando. Sólo me quedaba una bala en la recámara:
   -¿No les he asustado, verdad? Je, jé. Como que todo era una broma, claro. En realidad, familias, viene todo por la emoción del partido que acabamos de ganar, el último de la temporada. Estamos eufóricos, Javier y yo. ¡Somos los 107! Y nada, que nos encantaría celebrarlo con todos vosotros. ¡Camarero, por favor, cervezas para todas las mesas! ¡Lo que pidan! ¡Corre de nuestra cuenta, por supuesto!
   
    Se ve que es el gremio padelero muy afecto a las consumiciones de gañote –al menos aquél lo era- pues, por increíble que parezca, la invitación general amansó de golpe el gruñido de aquellos carnívoros. El camarero subió la música festivalera –como si todo aquel guiñol lo moviera un guasón juro por lo más sagrado que por los altavoces empezó a sonar una versión instrumental del Oh, Susana, no llores más por mí- y pronto reinó allí un jolgorio más propio de un salón del Oeste que de un aséptico club de pádel.
  Con decir que hasta la misma mujer de el Tapón, una rubia coloradota, vino a felicitarnos, ¡y que incluso me estampó dos besos en los carrillos!, -parecieron allí aquellos dos besos el descorche de otras tantas botellas de cava-, creo que la cosa queda clara. Entre risas solapadas Javier me la tiró bien tirada: “tío, te vas a dejar una pasta, ¿tú estás bien?”. “Joder, de alguna forma tenía que escapar, ¿no?”, le repliqué.
   
    Cuando bajaron los efluvios de aquel extraño despendole y fue vaciándose el bar, recogimos Javier y yo los bártulos. Pagué en la barra, con olímpica sonrisa por fuera y con un enjambre de rayos-truenos-sapos-culebras-y-centellas revolviéndoseme por dentro, la cuenta de todo. Nos encaminamos silenciosos hacia el coche. Y antes de arrancar Javier me enfrentó: “joder, Jose, qué movida… a ver, que… sé lo que dices, es que te pones muy trágico, tío, no es para tanto, mira… si hay algo, si juego con alguien, no te preocupes, te lo diré… que sepas también que he jugado muy a gusto todo este tiempo contigo”. Me ofreció entonces su mano, como hacen los tenistas al fin de los partidos, como hacíamos siempre al despedirnos. Chocamos. Se bajaba ya del coche y seguía farfullando… “qué movida… vaya discurso, no sabía yo que hablaras tan bien, qué cabrón… chao, compi”
   Y hacia el fondo de la calle suburbial, entre los coches que cruzaban la avenida y los oscuros setos de los bloques, entre la luz difusa de las farolas, poco a poco fue alejándose esa figura de prometedor padelero, la de Javier, mi compi.  
 
Post/post: gracias a Winnie0, a Paco Gacela, a Cesar, a Anónimo, a CLAVE, a 40añera, a Mónica por vivir esta tragedia conmigo, por bloggear ayer a mi lado, GRACIAS.