Imaginémoslo por un instante: si Zapatero se hubiera negado hace un año a ejecutar los severos recortes sociales a que le urgían Merkel y Obama y, solo como la luna, sí, pero también como una clamorosa luna llena de coherencia y de honestidad consigo mismo y con los sagrados principios que dice le inspiran –aquella ansia infinita de paz y el amejoramiento de la vida de los más humildes, tal como él mismo con nítida rotundidad los dejó enmarcados en el frontispicio del discurso de su inaugural investidura- hubiérase marchado entonces a casa, dejándole a Big Faisán para él solito los trastos todos del Poder, vista ahora la colosal marea levantada por la Spanish Revolution, qué o quién le hubiera impedido a Zetapé, pulgar extendido en ristre y guiños al Viento, capitalizar como todo un campeón del Pueblo las mieles de la inminente victoria. Las banderas republicanas –tan caras al imaginario zetapeico- que ondeaban el otro día por Neptuno a buen seguro flamearían por él.
No lo hizo y anda ahora el pobre como ausente, porque claro se ve como el agua que la modernización capitalista de la economía no es lo suyo, y que le siguen repicando por su interior, y cómo de persistentes, las campanadas que a él de verdad le conmueven, ese precipitado difuso de radicalismo naif e ignorancia rencorosa que a él distinguen. Se dan, a mi modesto juicio, toda una serie de neblinosas concomitancias y de simbióticas relaciones especulares, como las de los célebres espejos deformantes del callejón del Gato que citara Valle-Inclán, entre la orientación básica de Zetapé en la política y muchas de las ensoñaciones anti-liberales más movilizadoras de la Spanish Revolution. ¿No sostuvo acaso el propio Presidente, en portentoso desdoblamiento a la vez que muy entrañable confesión, que de tener él veintipocos abriles habríamos de buscarlo entre las huestes de la Puerta del Sol? ¿Y no sería acaso su líder natural?
Entre aquel hombre que reconocía sotto voce, pese a llevar en el Congreso casi veinte años ya, no tener ni papa de economía –ostras, se le ocurrió a Jordi Sevilla ponerle deberes para dos tardes y lo fulminó en un pis-pás-, que a propios y extraños aseguraba la noche misma de la Victoria que el Poder no le iba jamás a cambiar, que no iba él a los ciudadanos a fallarles nunca, que se sentía, claro, “rojo”, que “no puedes imaginar, Sonsoles, la de miles de españoles que podrían ser presidentes”, que juraba y juraba más tarde “que su gobierno no dejaría tirado ni a uno solo de los españoles que necesitase ayuda”, que a la mínima derramaba por do iba sonrojantes delirios seudopoéticos sobre el Viento, la Paz y el Amor, de un lado, y el ramillete portasolero de imaginativas proclamas en esos cartelitos tan guays, entre apocalípticos y cursilongos, o la colorista y utópica sarta de demagogias socio-económicas, encantadas encima de desconocer las leyes económicas y el desastre criminal de las economías planificadas, que alegremente lanzan al Viento muchos de los asamblearios portavoces de la Spanish Revolution, de otro, ¿no hay un similar aire de familia en común respirado? De alguna manera son muchos de los que comulgaron y crecieron con las alegres y pre-políticas idealizaciones populistas del primer Zetapé quienes, sin comprender quizás del todo, como el propio Presidente, lo que en realidad con la crisis ha sobrevenido, escenifican ahora por las plazas su propia decepción y estupor ante el descubrimiento de la ley de la gravedad. Esto explica también las continuas cucamonas “comprensivas” que los prebostes cooptados por Zapatero al Poder prodigan, en irreconocible estampa de relaciones Poder/Revolución, hacia las masas indignadas.
Sin duda resulta la Spanish Revolution original en sus trazas: no se encontrará en la Historia otra revolución como ésta, presa de un en apariencia inexplicable y al tiempo extraordinario recato, que menos se atreva a nombrar al gobernante del Poder contra el que se rebelan. Sí, a Esperanza Aguirre, de hija de la gran a coro se la festeja y frente a la sede de su gobierno se acampa, a Rita Barberá se le monta el número a las puertas de su casa y por escrito se le desea la muerte, al Parlamento catalán se le cerca, ¡hasta a un diputado ciego el perro se le quiere quitar!, mas al Presidente que al Desastre todo llevó… sólo unos monjiles pellizquitos los revolucionarios procuran, como si al padre putativo de todo ese fenomenal caudal idealista evitaran de forma inconsciente lastimar. Seguro, que de estar Rajoy en el machito, hubiera estado la Spanish Revolution atacada de un idéntico pudor. Más: al envolver la crítica en una formidable impugnación al Sistema entero que neutralice y obstruya la alternancia, está la revolución, insólitamente, contribuyendo a difuminar casi del todo la presidencial responsabilidad, siete años después de bellacos y antipatriotas epítetos presidenciales. ¿Por qué?
Es como si, en asombroso espejismo, los ideólogos de la Spanish Revolution, los venerables ancianos Hessel y Sampedro, viniesen a ser, vivitos y coleando, recuperado de alguna forma así, el mismo abuelo que a Zetapé los franquistas fusilaron, selectiva memoria histórica ésta que no se recató Zetapé en revolver… ¡incluso ante la madre de Irene Villa!, queriendo ponerse así él galones también de víctima del terrorismo. Y digo espejismo, porque archisabido es que Zetapé tuvo dos abuelos, que el fusilado fue agente doble, y que, en el colmo de los colmos estocolmos, resúltase que Sampedro, exitoso escritor en el odioso capitalista Sistema, vaya por San Hessel, participó en la guerra civil… del lado franquista.
Así, como una nota semifusa más en la melodía de los altibajos de esta partitura compartida que nos suena, si entre los políticos singularizó a Zetapé entre sus cofrades un mímico aspaviento que enarcaba con la mano la propia ceja, otro mímico gesto de las manos, tomado del lenguaje de los sordomudos, ha caracterizado mediáticamente las asambleas revolucionarias, como si la Palabra, y con ella el logos, tan contraproducente en estos tiempos icónicos, más que otra cosa estorbase.
Penúltima prueba del nueve de este especular y espectacular juego de equívocos y espejos rotos: a la Spanish Revolution le falta sólo, para ser en verdad inolvidable, una música, una canción quizás, que todos sus ardientes defensores sientan como propia. Cómo no va a tener prestigio y fulgor cegador entre las hispanas gentes la idea de la Revolución, si incluso los baladistas de éxito del Sistema, los Amarales digo, la cantan, extasiados ante su inaplazable urgencia. Imaginemos que el otro día en Neptuno, un grupito cualquiera de aquellos idealistas hubiera subido al estrado, con armónicas y guitarras en bandolera pertrechados. Que hubieran cantado y hecho cantar a las masas, entrelazadas las manos y los corazones de todos allí, una tonada que dijera algo así:
Defender la Alegría
como una trinchera,
Defenderla del caos… y de las pesadillas,
de la ajada miseria… y de los miserables,
de las ausencias breves… y de las definitivas.
Defender la Alegría
como un atributo,
defenderla del pasmo… y de las anestesias,
de los pocos neutrales… y de los muchos neutrones,
de los graves diagnósticos… y de las escopetas.
Defender la Alegría
como un estandarte,
defenderla del rayo… y de la melancolía.
Defender la Alegría.
Dime, lector, ¿no habríase venido Neptuno entero abajo? ¿no hubiéranse sentido, a la vez confortados, emocionados, sacudidos y espoleados, todo eso al tiempo, aquellas miles de almas? ¿No recogerían esos versos, que remedan el Himno de la Alegría de Beethoven y de Schiller, la medular esencia de la Spanish Revolution, el “que somos humanos” que a su manera enarbolara Little Carmona? ¿Cómo, después de algo asi, con abstractas consideraciones y con gélidas estadísticas enfrentarse a una fuerza semejante? Imposible de parar. Pues bien: esa es la letra exacta con que los afamados cantautores de la Ceja pidieron hace ahora tres años el voto para… ¡Zapatero!
Y quizás entonces, para hacerle justicia poética al aún Presidente, muchos allí mismo acordarían partir e ir a acampar sus reales y sus tiendas… en el polvoriento aeropuerto non nato de Ciudad Real, símbolo máximo y más acabado del zetapeísmo a guardar para siempre, memoria inolvidable y cifra exacta de sus realizaciones: ruina y palabras que se lleva el Viento, padre éste, al decir de Zetapé, de todas las cosas de la Tierra.
Y por cierto, que podrían más tarde levantarse allí, con la altura misma de aquellos hangares desangelados, sobre el asfalto de aquellas pistas del imprevisto aterrizaje de la desolación, reconvertido el aeropuerto al menos en rentable parque tematico, en la perdida Terra Mítica del Zetapeísmo, y elevarse allí, digo soberbias estatuas de Sabina, de Serrat, de Victor Manuel, de Ana Belén, de Miguel Bosé, de Concha Velasco y demás cantores del Jardín de la Alegría Zetapeica, tan, tan revolucionaria siempre.