El viernes en la noche estaba yo padeleando un rato, (la otra afición que, junto a la del Antro, le sirven de oreo a mi confundida sensibilidad), y al final, como dicen jóvenes y jóvenas, se me fue la Pinza, la verdad. Es cierto que, tras ardua batalla, éramos nosotros quienes habíamos por fin ganado. Es verdad que los de enfrente eran dos yogurines, más peripuestos en complementos deportivos a la última que sendos maniquíes del Corte, por lo que yo, -no, mi compi, Javier, un tío normal-, con algo de zarrapastroso carcamal de otra época siempre encima, -y cómo, entonces, ser fan de mí- experimenté de golpe en todo mi fuero interno esa sádica satisfacción que el darle una buena lección a dos chulitos con ínfulas siempre proporciona a los ya talluditos. A mí con ínfulas, que me sobran todas.
Todo eso es verdad, pero, por el amor de Kafka, José Antonio, a qué venía hacerlo, y mas a aquellas deshoras –noche cerrada y sin estrellas entre las alambradas algo mohosas de la pista de un polígono industrial perdido entre los suburbios madrileños, rabiosísimo match por conseguir el puesto ciento cuarenta (de entre doscientos) en un ránking B de quinta regional- a qué venía, José Antonio, dime, aquel gesto tan innecesario. Eran de verse las trazas mías allí: calzonazos blancos que, claro, me venían grandes, roja camiseta algo justa y condecorada de manchurrones de sudor, calcetinitos grises de lana áspera, mis canillas, flacas y peludas, mis seis dedos de frente perladísimos, tanto como el futuro de Ana Rosa Q, y el resto de los pelos pegoteados al coco como si me hubiese lamido el careto un rumiante, en fin, cómo ser fan de mí. Además, es que yo no había tenido gran cosa que ver en la victoria, -y cómo podría haber tenido algo que ver con la misma, si sobre la cancha soy más malo que la droga-, que fue Javier el que sobre todo había desmochado a aquel par de gallitos corraleros. Entonces a qué, José Antonio.
No lo sé. Quizás me arrastrara la luna nueva, tan nueva que por allí ni se la veía a la pobre, como a otros en licántropos transtorna la luna llena, no sé. El caso es que estrellaron ellos por último la bola contra la red, estallaba ya, pues, la nostra Victoria, y al punto, se me escapó la pala hacia el suelo e igualito que el brasileiro Kaká, transido de abstracto y cósmico agradecimiento, cerré los ojos y elevé, en uve mayúscula también, los brazos y el rostro sudoroso hacia arriba, hacia el hexágono inmenso de aquellos cielos industriales, también con los índices apuntándolos, como ungido en el completo silencio de la noche tan serena. En esa postura mía debió transcurrir un tiempo eterno.
Entonces no, porque estaba un poco ido, pero más tarde pensé que por alguna razón las celebrities lo son, que mientras cuanto de ellos sale de forma natural resulta como adobado de gracia, por fuerza mi burdo sucedáneo debió parecer allí muy desgraciada patanería. Quedaron los tres testigos de mi éxtasis suburbial paralizados un instante interminable, rehenes de mi impresionante pose, qué cuatro, qué cuadro, aunque pude muy pronto a la vez escuchar, entremezclados y sueltos al tiempo, la dramática interrogación de Javier (¿tío, te pasa algo?) y el áspero murmurar de los contrincantes doblegados (“será TONTO el tío éste”).
No le faltaba razón a ninguno, y como en realidad uno bien poca cosa es, rápido aterricé y toda suerte de disculpas y de ademanes reparadores, por si acaso husmeasen ellos su dignidad ofendida, allí mismo con extremada modestia les ofrecí. “Perdón, perdón, de verdad, no quise ofenderos, es sólo que tengo el codo fatal y así, con estos estiramientos, lo alivio un poco, de verdad, en ningún modo, quise yo…”. El dúo de maniquíes algo masculló entonces entre dientes, aunque, por suerte, pronto chocamos todos las manos, como si de nobilísimos nadales y federeres en wimbledónicos lances estuviéramos hablando, y algo doblados ahora por el peso amargo de la derrota rápido se perdieron, como principitos destronados, más allá de los reflectores de la pista, entre la negrura espesa de la noche.
Luego, aunque eran ya las mil, dentro del coche, el único vehículo en medio de aquel desértico y descomunal paraje lunar, celebrando con alegría desbordante el triunfo con Javier, el verdadero Héroe de la noche poligonal, algo más consciente ya de lo que me había ocurrido, le expliqué: “verás, Javier, es que esta mañana en el blog de Santiago González salía una foto de la Cospedal con tacones dándole al pádel, que ya le vale a la tía, que a mi plin, pero es que en un lateral de la misma foto, a la izquierda y en segundo plano, junto a la alambrada, como una Sirena serenísima y homérica, como izada sobre el pedestal de una sonrisa clamorosa en sí como un sol de octubre, comparecía una rubia en verdad interesante… bueno, pues todo el santo día he llevado en la chola la imagen de la rubia esa, asesora, periodista, lo que fuera en la comitiva de la Cospe, y en la bola última, me tocaba sacar a mí y entonces hasta me temblaba la paletilla, así que, mientras la botaba unas trescientas veces, acuérdate, que incluso tú me miraste raro, con las fuerzas que me quedaban me concentré en ella, como invocando mentalmente su intercesión y… bueno, por fin saqué, y el par de toláis esos la cagaron, ¡hemos ganado, colega! y me salió entonces eso, agradecérselo con los ojos cerrados a la rubia anónima, y por un instante, te lo juro, Javi, hasta creí sentir sobre los párpados el calor mismo de su risa que desde las alturas me diera como su bendición… ¿tu crees que debería averiguar quién es ella, a qué dedica el tiempo libre y tal, escribirle algo y tal?... eh, qué, qué me dices, Javier”.
Y Javier, mi compi, con algo de impasible John Wayne en las maneras, me dio entonces todo serio -el Héroe Circunspecto mirándome muy preocupado a los ojos dentro del coche-, la respuesta del millón: “oye, Jose, de verdad…¿te pasa algo?”. Y justo entonces rompió a carcajearse como un poseso el muy.